16 DE SEPTIEMBRE DE 1810: QUIEBRE Y DESARRAIGO.

AutorOtaiza, Ricardo Gil
CargoEnsayo

A mí se me hace cuento que Mérida empezó, si es que siempre la he juzgado tan eterna, como el agua, como el aire.

ASDRÚBAL BAPTISTA (Prólogo a Mérida Ciudad de Águilas, de Bernardo Celis-Parra).

Mérida y los antepasados (A modo de Introducción)

Mérida ciudad de próceres, es decir, de mujeres y hombres que han configurado con su quehacer, con su impronta civilizatoria, la fisonomía de la Polis ganada para lo trascendental; para lo que perdura y se mantiene en el tiempo. A Mérida la han eternizado sus figuras, que sin perder de vista su propia tierra y sus grandes tradiciones culturales, han sabido proyectarla más allá de sus fronteras, hasta hacerla grande, universal, reconocible en el ayer y en el ahora. Cuando estudiamos la historia reciente de esta pequeña urbe, no podemos menos que regocijarnos al hallarla posicionada desde siempre como uno de los polos de mayor atención en los diversos órdenes del quehacer nacional. Aflora de inmediato el vocablo merideñidad, como noción y como emblema, para erigirse así en medida, en tabula rasa, que nos permite sopesar en toda su dimensión y complejidad socio-histórica, lo que esta ciudad ha legado como patrimonio religioso, cultural, educativo, intelectual, científico y político a las páginas más emblemáticas de la Venezuela posible. Esa complejidad se ha traducido en tres grandes pilares: lo agrario, lo universitario y lo religioso, que se han erigido a su vez en toda una densa trama que ha posibilitado el que en estas tierras se hayan dado a lo largo de los siglos, acontecimientos singulares de diversa magnitud, que han dejado en el carácter y en la idiosincrasia de su gente profunda huella.

Es Mérida la ciudad de las tradiciones familiares, la de los próceres civiles y militares, la de circunspectos académicos e intelectuales, la de reflexivos clérigos, la de exquisitos poetas y narradores, la de alegres y bondadosos campesinos. Es Mérida la cuna de eximios personajes universales que dejaron en ella su trabajo y su aliento para construir desde su espacio y desde sus ingentes ideales (y utopías), el sello imperecedero de aquello que anida en lo más encumbrado de los valores cívicos, en la fortaleza del espíritu, en el temple de acero de la voluntad y del carácter. La ciudad como el locus, en donde se cuece la ciudadanía, debería ser hoy nuestra mayor preocupación, como lo fue la de aquellos ilustres personajes quienes nos la obsequiaron en herencia y que gracias a ellos podemos decir con orgullo real, exento de regionalismo cursi y decimonónico: ¡Somos merideños, esta es nuestra tierra, aquí reposan los huesos de nuestros antepasados!

"Nuestros antepasados". Esta expresión trae a nuestras mentes lo ido, lo pretérito, lo cubierto con la pátina del tiempo, lo inexorablemente perdido; lo anclado en una dimensión lejana, extraña a nosotros, descontextualizada a la luz de nuestros días. Pero la huella está presente para recordarnos una y otra vez que los pasos de quienes nos antecedieron no fueron en vano: nos legaron una ciudad, una cultura y una manera de sentir y de vivir. Ni más ni menos: una cosmovisión.

La Mérida colonial y los sucesos independentistas

Múltiples son las descripciones que dan cuenta de la Mérida colonial cercana a 1810, porque múltiples fueron los viajeros que se adentraron en su territorio desde sus inicios, atraídos por viejas leyendas, o quizá por la magnificencia de su paisaje coronado por la Sierra Nevada. Los viajeros coinciden en ver a un poblado sencillo, de pocas calles, con gente laboriosa, pero también ganada a la introspección. Tal vez ese carácter del merideño se deba a su clima, que según Juan de Dios Picón, exgobernador de la Provincia, es bastante sano, "pero la cercanía de los páramos, las montañas de la sierra y demás cerros que la rodean, lo hacen muy lluvioso y su atmósfera muy cargada de niebla y vapores, cuya circunstancia influye en el carácter y genio de sus habitantes ..." (Rodríguez, 1996, p. 185). Es la Mérida del convento de las religiosas de Santa Clara, la de los conventos de los Jesuitas, Dominicos y Agustinos, la del Colegio Seminario de San Buenaventura, la del Obispado y del Cabildo Eclesiástico; es la ciudad que desconoció a las autoridades coloniales en 1781 y que siguió a los Comuneros, es la Mérida orgullosa de su Catedral; es ya la ciudad intelectual y campesina: la de las grandes tradiciones religiosas y culturales, la de los telares, la de fantasmas y aparecidos, la de los grandes sembradíos de trigo, de caña de azúcar y de café, la del Lazareto, la de los jamones, la de las alfombras, la de haciendas y conucos, la de las flores y hortalizas, la de los pesebres en diciembre, la de las campanas al vuelo de sus iglesias, la de portentosas bibliotecas, y la de descollantes figuras públicas.

Para 1810 es Mérida una ciudad interesante, inquieta en lo político, no muy contenta con tener que depender de Maracaibo desde finales del siglo XVII. Los sucesos de Caracas del 19 de abril de ese año, con el establecimiento de la denominada Junta Suprema, traen consecuencias impredecibles en las provincias. De hecho, en ellas se conocía con lujo de detalles lo acaecido en España en 1808, con la invasión napoleónica a la península Ibérica, el motín de Aranjuez, los sucesos de Bayona y el comienzo de la guerra de...

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