Galope contra el absurdo

Hace 100 años la gente no publicaba fotos en Facebook, sino que enviaba dibujos en carboncillo. Un militar, probablemente el más gentil de la historia de la humanidad, prometía a un muchacho que su caballo, reclutado para servir al Reino Unido cuando todavía era esencial la tracción de sangre, no sería maltratado. Pero la Primera Guerra Mundial marca la aurora de otra época. ¿Se convirtió el ser humano en una criatura más cruel? Es ingenuo afirmarlo. Pero se extendió el uso de ametralladoras, se hicieron considerables avances en el anhelo del exterminio masivo (los gases tóxicos) y se dejó de esperar a que el ejército contrario por lo menos desayunara. Todavía se lanzaban caballerías, pero se habían acabado los caballeros. A estas alturas, cuando tiene 65 años de edad, 30 películas dirigidas y se erige como uno de los 200 hombres más ricos de Estados Unidos, quizás ha llegado la hora de aceptar a Steven Spielberg como lo que es y no como lo que podría ser. El crítico de origen uruguayo Héctor Concari afirmaba, a propósito de Las aventuras de Tintín, que Spielberg es un cineasta de contar historias, no de desarrollar personajes, y Caballo de guerra es otro ejemplo. La película ambientada en la ambigua Primera Guerra Mundial (en la que cinematográficamente es más difícil saber quiénes son los "buenos" y los "malos") tiene valor si se asume su código: el del melodrama (por ratos "deliafiallesco") y el de un mundo en el que un animal, tomado como símbolo de pureza y libertad, es más importante que las guerras que pelean los hombres.

Joey es un purasangre milagroso. Desde que lo vio nacer, un joven y pobre campesino inglés, Albie Narracott (interpretado por Jeremy Irvine), está encaprichado por ser su jinete, aunque no es un caballo útil para labores de arado. Literalmente, Albie lo ama. Cuando estalla la Primera Guerra...

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