La ancianidad y la muerte un comentario sobre La vejez , de Simone de Beauvoir

La vejez siempre me ha interesado. Me asustan los achaques, la desmemoria, la sordera, las cataratas, la soledad, el desaliento, pero pienso más en esa certidumbre que tiene el anciano sobre la muerte. Después del monólogo inicial de Whatever Works, Boris Yellnikoff, interpretado por Larry David, baja despavorido por las escaleras de su casa a las 4 de la mañana, gritando a pleno pulmón que va a morir. ¿Llamo una ambulancia?, pregunta su mujer, asustada. Y Yellnikoff la corrige: no, no es que vaya a morir hoy, es que algún día moriré, irremediablemente. Su mujer suspira y reacciona con una especie de ¿otra vez con esas?, molesta por el escándalo que hace su marido sobre semejante perogrullada. Quiere irse a dormir.Me reconozco en la escena, en ambos: que vaya a morir me impresiona, pero también se me olvida. Soy joven. Aunque viva en Colombia, creo que me quedan muchos años por delante.Lo que más conmociona del examen que hace de la vejez Simone de Beauvoir es, justamente, la condición más humana y menos exclusiva de la senectud: la mortalidad. Podemos morir hoy, o mañana, pero si tenemos menos de 80, 70 o 60 años, si nos encontramos sanos y no deambulamos por las calles de alguna ciudad de Afganistán, no lo vemos posible. Entre el día de hoy y nuestra muerte se abre un porvenir insondable, un sinfín de proyectos, esperanzas, ambiciones y afanes que nos separan mentalmente de una experiencia que, en últimas, jamás podremos experimentar este era el consuelo de Epicteto: la muerte no existe, salvo en los demás; si mueres, nunca lo sabrás. Para el anciano no es así. No hay porvenir que lo distraiga. Algunos se obstinan, pero lo común es que convengan en que no vale la pena emprender nada. Su vida se vuelve su pasado; aun cuando haya cosechado muchos triunfos, mucho afecto, mucha reputación o mucho dinero, el anciano tiene el doble sinsabor de que, primero, pronto, muy pronto, dejará de existir, y de que, segundo, nada de lo hecho colma ese extraño vacío que se siente a lo largo de toda la vida, y que nos indica que algo falta. En eso reside la tragedia fáustica: en las versiones de Spies, de Marlowe, de Goethe, la insatisfacción lleva a Fausto a venderle su alma al diablo a cambio de toda clase de privilegios, pero ni los viajes por las más exóticas comarcas, ni el dominio de todas las artes y ciencias, ni el oro en abundancia, ni el clamor de los hombres, ni placeres ilimitados de la comida y del sexo, ni siquiera el rejuvenecimiento sacian a...

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