Campaña de autobuses ateos.

AutorRamis M., Pompeyo
CargoReport

Atheist Bus Campaign

Circulan transportes públicos por Inglaterra, España, Italia, EE. UU., y otros países, con este anuncio: "Probablemente Dios no existe. Despreocúpese y goce de la vida". Es una campaña que se inició en Londres desde enero de 2008, promovida por British Humanist Association. En principio, se fijó una meta económica de 5.500 libras para que rodaran los treinta primeros autobuses con este reclamo. Los buenos resultados hicieron el resto.

Lo normal en preceptiva publicitaria es que la publicidad se haga de objetos reales y notorios por su utilidad y belleza. Por eso es extraño que los ateos pongan tanto empeño en publicitar algo que para ellos no existe, y que además nos aconsejen gozar de la vida sin preocuparnos por una palabra que no representa nada. Como si nos dijeran: "no viváis de ficciones sino de realidades; no os propongáis ideales que antes o después no se encarnen en resultados tangibles". Porque, en efecto, la voluntad no tiende más que a objetos reales o ideales, pero no a lo que ni siquiera tiene posibilidad de aparecer como fantasma, pues sólo es posible fantasear sobre cosas percibidas o perceptibles por los sentidos. Pero, si además de afirmar que Dios no existe, añadimos "probablemente", suscitamos la duda, algo absurdo habida cuenta de la intención que anima a los promotores de la campaña. Más efectivo hubiera sido omitir el adverbio y decir simplemente: "Dios no existe". Porque si se introduce la probabilidad, aunque sea por cortesía hacia los creyentes, lo que circulará por las calles del mundo no será un llamado al ateísmo, sino una incitación a plantearse el problema de Dios.

La Delegación Ateísta de Génova quiso ser más sarcástica, y propuso escribir en el autobús: "La mala noticia es que Dios no existe. La buena es que usted no lo necesita". Pero la autoridad genovesa, no se sabe con qué criterio, prohibió la nueva proposición autorizando sólo la anterior. Probablemente se consideró que la segunda era más sarcástica para el creyente. Pero en realidad ninguna de las dos lo es, porque lo inexistente no puede ser noticia, ni buena ni mala. Lo que ambas versiones son en realidad, es un tanto impertinentes, pues se invita a pensar en algo que, según los mismos proponentes, no tiene ninguna referencia en la realidad. Si anunciar que Dios no existe es una mala noticia, ¿cómo puede ser buena la de comprobar que no lo necesitamos? En cualquier caso, resulta que vivíamos preocupados por un no nada, y que por un no nada debemos tranquilizarnos. Es como suponer que el espectador se sentía menos incómodo creyendo en la existencia de Dios.

  1. Una propaganda de esta especie pudiera parecer más oportuna en sociedades masivamente creyentes y practicantes como las de otros tiempos, pero la corriente laicista en que nos movemos hoy día ya lleva más de un siglo de asentamiento. El cardenal Pietro Pavan, cuando era profesor de Economía Social en la Facultad de Ambos Derechos de la Universidad Lateranense, escribía así: "El fenómeno laicista surge y se desarrolla en Occidente, en el seno de la tradición cristiana. Pero en el siglo XX se extiende a todos los continentes, se insinúa y se difunde en todas las civilizaciones, asumiendo las proporciones de un fenómeno mundial". (Il laicismo d'oggi, Studium, Roma, 1962, p.12). Por consiguiente, el actual anuncio de que Dios no existe no puede aspirar a categoría de revulsivo social. Podría, sí, llamar la atención de muchos e irritar a unos pocos, pero la masa como tal no se siente tocada. En los tiempos de la Summa Theologica, del Itinerarium mentis in Deum, de la Divina Comedia y de las catedrales góticas, una tal iniciativa ni siquiera habría podido imaginarse, y en caso -muy improbable- de haberse dado, habría acarreado sanciones penales extremas. Porque durante la Edad Media el hombre singular y la sociedad entera vivían la vida sub specie aeternitatis, a pesar de los consabidos guateques y francachelas -literariamente documentados- a que se entregaban de vez en cuando aquellos pobres pecadores.

    Pío XII, en sus discursos, solía lamentarse del olvido de Dios en que había caído la sociedad moderna, y repetidamente consignaba como principal indicio de ese olvido la "pérdida del sentido del pecado". Lo que aquel buen Pontífice no podía imaginar era la cortedad de plazo de su diagnóstico, pues muy poco tiempo faltaba para que no sólo se perdiera el sentido del pecado sino también el sentido religioso del pecado. No sabía que a partir de 1970 se empezaría a hablar de que el verdadero pecado es el "pecado social". Sabía que la Teología católica se estaba tiñendo de existencialismo y de "modernismo", pero se hallaba muy lejos de imaginar que llegaría incluso a teñirse de socialismo y comunismo. En pocas palabras: Pío XII no sospechaba que todo el pensamiento y la acción cristiana se estaban laicizando.

    Hoy por hoy, la Iglesia católica ha aprendido a convivir con otras iglesias de distintas confesiones, dentro o fuera del cristianismo. Ya no hay herejes sino "hermanos separados"; y quizás no falte mucho para que la Iglesia tenga que referirse, por cortesía, a "los hermanos ateos". El ateísmo no es nada extraño a la condición humana; en todas las épocas lo hubo. En cuanto al laicismo, sería anacrónico situarlo antes de la Revolución Francesa. Tanto la incredulidad como la credulidad son sentimientos que yacen en la misma naturaleza del hombre. Creer o no creer depende de numerosas condiciones subjetivas y objetivas, e incluso biológicas, aunque admitiendo que el libre albedrio les puede hacer contrapeso, y que de hecho así ocurre muchas veces. Creer y no creer son actos voluntarios aunque unitariamente vinculados al entendimiento y a la razón. Con todo, la incredulidad es la que comúnmente domina, porque tiene a su favor el testimonio de los sentidos. Por eso la voluntad, en los actos de fe, suspende el juicio y se adhiere a la "verdad revelada" sin discutir, porque entiende que la epistemología natural no es aplicable a la esfera sobrenatural.

    Permanecer en la fe durante la infancia resulta fácil o casi natural, por la buena disposición de ánimo que suelen tener los niños hacia el relato mágico; pero entrando en la adolescencia, el pequeño creyente no puede evitar que el razonamiento recién descubierto le cuestione lo que hasta el momento aceptaba sin discurrir. Para su fe, hasta ahora ingenua, ha llegado el conflicto entre la razón y la voluntad. Él todavía no entiende que la fe es un acto de aceptación voluntaria, y que en tal caso hay que distinguir el momento intelectivo del volitivo. Desde entonces, para los creyentes de a pie --no para los que alcanzaron altas cotas de misticismo--, la creencia en el dogma requiere un esfuerzo volitivo continuado. En esta situación es comprensible que la voluntad capitule y sobrevengan "crisis de fe", y hasta su pérdida total. Aparte dejando los episodios personales que pueden producir este fenómeno, están los factores sociales que continuamente van oscureciendo las creencias religiosas. Los modernos progresos científicos y técnicos y sus repercusiones en el orden económico, los bruscos cambios de códigos de convivencia, las ofertas de confort y hedonismo que nos rodean por todas partes, todo ello en conjunto contribuye a que la idea de Dios y las creencias religiosas en general se vayan relegando a un puesto cada vez más secundario. Las manifestaciones públicas de confesión religiosa, hasta hace poco tan concurridas, se han reducido a pequeños grupos, y muchas han desaparecido del todo. La mayoría de los templos católicos de Occidente se han convertido en motivo turístico, y en los pocos actos litúrgicos que allí se celebran se aprecia una asistencia mínima. La tendencia laicista ha impuesto la abolición de signos religiosos de las instituciones públicas, como escuelas, hospitales, tribunales de justicia, etc. Fuera de las universidades católicas, los estudios teológicos ya no tienen espacio ni demanda.

    Más allá de cualquier otro hecho particular, la profundización del laicismo hasta el punto a que hoy ha llegado conduce naturalmente al ateísmo; si no al teórico, al menos al práctico. Excepto para algunos creyentes muy radicales, el dictado de ateo ya no es hoy día un estigma para nadie. Incluso hay quienes se vanaglorian de ello, aunque con menor madurez intelectual de la que ellos presumen. Porque declararse ateo equivale a conceder beligerancia a los que creen en una quimera. Si yo fuese ateo, ni siquiera me incomodaría confesando que lo soy, así como no me molesto en negar la existencia del Caballo Pegaso. Por consiguiente, este comentario sobre los "autobuses ateos" estaría de más. Pero supuesto que me inciten a entrar en la discusión, me limitaría a insistir en lo absurdo de la misma, tomando por base la inconsistencia argumental de ambos bandos. Ni los que niegan la existencia de Dios ni quienes la defienden trabajan a favor ni en contra de nadie. No hay razones que valgan, ni para que se conviertan los ateos ni para que los creyentes apostaten. Sobre este punto he abundado en otro lugar de esta publicación. (Cf. Dikaiosyne 11 (2003), pp. 114 ss).

    [Pensando en la vacuidad de esta propaganda, tropezamos con un punto lingüístico que es típico de las lenguas neolatinas. El uso de la proposición "Dios existe" es literalmente una contradicción en términos, pues hablando en rigor, el verbo existir no es aplicable a Dios. Predicar de Dios la nota de existencia ha sido un primer recurso antropomórfico, seguido de muchos otros, con la buena intención de suplir la esencial inefabilidad del Ser Supremo. Sé que esta observación es para nosotros una quisquillosidad, pero no indigna de que le dediquemos un momento. El modo de ser propio de Dios no es la existencia sino el Ser mismo. Porque el verbo existir (ex-sistere) significa, originariamente, surgir, nacer, presentarse; lo que equivale a estar ahí como proveniente de alguna parte, tal como lo indica el prefijo ex. Existir es haber recibido una vez...

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