Carta de batalla

Desde el avión, viendo el amanecer una franja de intensa luz anaranjada de la que surgen y se elevan el resplandor y la transparencia del alba, vuelve uno a creer en los dioses antiguos. Allí están, cada cual en lo suyo, diligentes del Olimpo, observando unas veces con indiferencia, otras con irritación, otras con aprobación e incluso con dulzura las vidas de los hombres.Simón Alberto Consalvi mu rió hace tres meses, un lunes, y apenas cuatro días después, el viernes, murió Miguel, padre de mis hermanos Marinur y Nadia, George y Amir. Nadie muere la víspera, se dice, pero estas muertes trajeron consigo la sensación de que pudieron haber ocurrido después, de que sucedieron antes de que todavía se cumpliera algún deseo de la felicidad. ¡Cuánto tan vivo en uno apuesta sin consultarnos por la fuga del destino! A veces se nos va de las manos un amor, otras nos abandona la que parecía ser la palabra del reencuentro o del perdón, otras más no logramos ser enfáticos y firmes durante un momento en que debíamos serlo. Ciertas mañanas, cuando nos vestimos para ir a la oficina, sin darnos cuenta nos saltamos una hebilla del pantalón, hacemos correr el cinturón sobre ella y la dejamos sola, extraviada, huérfana, y pasamos el día con un detalle mínimo que indica nuestro desencuentro con la armonía.Hay momentos en que la vida es errar y perder, y con la imagen de la hebilla quiero decir que cuando uno pierde, sobre todo cuando pierde por la astucia de una muerte inesperada, algo visible en uno se desplaza de su sitio. Cuando se cumple delante de nuestra mirada algún dictamen de la naturaleza, se aturde en nosotros hasta la apariencia de la belleza. Siempre me ha parecido revelador que, cuando hay luto en el hogar, los judíos cubran los espejos.Y sin embargo no puedo de cir ahora que tras la muerte del doctor Consalvi no haya encontrado tranquilidad y consuelo. Vivió 85 extraordinarios años y se apagó de pronto, como una vela, sin dolores extravagantes. Estaba en su casa, se levantó de su escritorio donde, como pudo observar su sobrina Katyna Henríquez, estaba escribiendo sobre Venezuela dio unos cuantos pasos de camino a su cuarto y cayó, sin más. Fue un gesto limpio y franco. Un zurcido perfecto.Miguel también falleció de repente, pero en cambio con él la muerte fue injusta, una mano traidora que apuró la copa muy pronto. Tenía 60 años y en el horizonte el sueño de los nietos y una vejez tranquila. El corazón se rebela furioso contra la absurdidad, me...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR