El fantasma de la felicidad perfecta*

para L.Hice una encuesta entre adultos que no leen como práctica habitual. Sin embargo, todos coincidieron en tener una idea sobre Nabokov: Ah, claro, el de la niña mala. Por supuesto, el de Jeremy Irons en aquella película. Alguien me dijo que si Nabokov hubiera conocido a las niñas venezolanas tal y como son hoy, habría escrito Lolita II y Lolita III , alcanzando una fortuna superior a la de J. K. Rowling. Nadie mencionó las mariposas. Nuestro autor está condenado a resonar como un pornofabulador , si me permiten semejante descalabro taxonómico.Algo me entristece: cada tanto emprendo un homenaje a Nabokov y siempre llego a la conclusión de que todos mis intentos habrían sido considerados irresponsables y ridículos por el objeto de mi afecto. El amor es ese destino odioso frente al pequeño Dios que hemos elegido: fuimos creados para la vergüenza y el misterio de elegir postrarnos, esa clase de amor que destruye vidas adultas, como diría Humbert. Pero por suerte Nabokov está muerto y todavía tengo el derecho de explicarle al lector que Nabokov nos ha legado el museo de su propia existencia a través de novelas deslumbrantes, que mutan desde la ternura risible como en el caso de Pnin, hasta recrear el paraíso atroz de quien se ha creído dueño de una nínfula de cabello grasoso.Pero tal vez la pieza más valiosa sea precisamente su hilarante Habla, memoria .Como si nos diera un paseo privilegiado a través de su Museo de la Inocencia una novela de Pamuk en la que nuestro ruso tuvo una influencia decisiva, Habla, memoria exhibe las piezas más enternecedoras y sensuales de la vida de un niño aristócrata, bendecido con la gracia de amar los detalles y la ritualidad que impone el ejercicio taxonómico: acaso Nabokov, orgulloso y alquímico, supo desde el principio en su inocencia más pura que debía dibujar muy bien el mapa, porque un día los bárbaros vendrían y solo habría una forma de salvar el bosque de abedules y la risa de su madre, o los ojos de Tamara y la jocosa amargura de sus institutrices: abrazar unas ruinas pobladas por fantasmas de una felicidad perfecta en el único museo que nos define: el tiempo.Y en el tiempo, cada una de las mariposas debidamente clasificadas.Pero Nabokov nos lleva la contraria dándonos la razón: Confieso que no creo en el tiempo. Me gusta plegar mi alfombra mágica, tras haberla usado, de forma que una parte del dibujo quede superpuesta a la otra. Que tropiecen...

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