Mandarines y gobernadores

El vínculo actual de los mandatarios regionales con las jurisdicciones que administran es un hecho recien te y relativamente establecido, si se recuerdan los períodos en los cuales fue una decisión del gobierno central. Desde la fundación de la república, los cargos fundamentales en las provincias que después se denominaron estados fueron una dependencia de la cúpula reinante en la capital, sin que las colectividades sobre las cuales ejercían dominio tomaran parte en un asunto que les concernía de cerca.Conviene recordar esta anomalía, contraria a los principios de participación divulgados en el discurso político desde el siglo XIX, debido a que la proximidad de la elección de gobernadores puede ser una oportunidad para ver cómo hilamos en la breve madeja del nexo entre electores y elegidos que no ha pasado de ser un fenómeno excepcional.Durante las guerras de Indepen dencia el control de las regiones dependió de la suerte de las batallas, para que el manejo de las comarcas sirviera el designio de deshacerse de los enemigos. Lo mismo sucedió en el tiempo de la Guerra Federal, porque la atmósfera no estaba para ensayos de cohabitación pacífica ni para colocar personas de levita y corbatín en las casas de gobierno. En los plazos pacíficos que siguieron se miró hacia burócratas leales y, si posible, eficientes, siempre que dependieran de las exigencias de sucesivos personalismos. No tuvimos entonces administradores cabales de las regiones, sino representantes de Páez, de los Monagas, de Guzmán y Crespo, una realidad que no reflejaba solamente la potencia de la fuente de la cual manaba el poder, sino también la necesidad de colocar individuos de una confianza sin fisuras en el archipiélago del país incomunicado y levantisco.La situación llega a extremos es candalosos con Gómez, quien no aplana la topografía con gobernadores dignos de respeto por su apego a la legalidad, sino con un desfile de procónsules que lo representan a título personal como señores de horca y cuchillo. Funcionarios obedientes, capataces de uniforme o vestidos a la moda, pioneros en los negocios del país petrolero y en el trabajo de abarrotar las cárceles, representan el clímax de un centralismo descarnado en el cual apenas habitaban con comodidad los súbditos de las parcelas más obsecuentes, o los más atentos al llamado de la corrupción. Sin llegar a extremos tan groseros...

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