La máscara

Vuelven las máscaras, los disfraces con los que asumimos una personalidad dife rente a la que habitualmente mostramos. Los tratadistas afirman que la máscara tiene y ejerce un poder que deriva de los tiempos muy antiguos en los que todas las criaturas tenían una existencia dual tanto humana como animal. Eran internamente humanos, desde luego; pero llevaban máscaras de diversos mamíferos y pájaros.Cuando querían mostrar su aspecto humano se quitaban las máscaras. Entonces podían hablar y pensar diferenciándose de los animales, incapaces de hacerlo.Aventuran algunos que con el transcurrir del tiempo pudo suceder lo contrario: algunos animales que permanentemente llevaban levantada la máscara se fueron volviendo humanos. Son esos seres hoscos, violentos, boinas rojas que nos aterrorizan impunemente. La máscara se asocia a ritos y ceremonias y en la aurora de los tiempos éste debe haber sido un uso constante. Es de suponer que el hombre o la mujer que se pongan una máscara parar oficiar en algún determinado ritual o ceremonia pueden convertirse en seres amables o terroríficos. Colocarse una máscara de dios o de demonio permite irradiar durante la ceremonia el poder sobrenatural que confiere ser dios o demonio.Por eso me aflige pensar que, al quitárselas, siguen manteniendo la personalidad que creían haber ocultado. Eligieron esa máscara y no otra porque es, precisamente, la que llevan oculta en el interior de sus almas, arrinconada en sus espíritus, temerosa de mostrarse por temor a las reacciones adversas de la sociedad a la que pertenecen.¡El otro que somos! La máscara con la que participamos en el desafuero del Carnaval comporta y arrastra el riesgo de revelar lo que realmente quiere personificar.La negrita chillona, ato londrada y sexualmente impetuosa que atormenta a los hombres durante el frenesí del Carnaval no es más que un oculto y reprimido deseo...

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