Montesquieu y el derecho penal **.

AutorGraven, Jean
CargoDocumento de derecho penal

I

Una idea ingeniosa quiso asociar Ginebra, --Ginebra, donde apareció publicado El espíritu de las leyes, hace doscientos años-- a la conmemoración de este acontecimiento. Los Magistrados y Profesores de esta ciudad, habrán tenido el honor de no ser ajenos, ni a la publicación de la ilustre obra para aquél entonces, ni a su celebración el día de hoy.

Cuando Montesquieu, deseoso de dar luz a la obra que había meditado y madurado durante tanto tiempo, buscaba un lugar en el que pudiera publicarla sin ser expuesto a la censura o a las rigurosidades de las autoridades, y giraba su mirada hacia Holanda o Suiza, escribió finalmente al abad de Guasco, en diciembre de 1746, confiándole su proyecto: "os dejo la elección entre Ginebra, Soleure y Bâle (1)". Pero el abad tenía una natural preferencia "a recorrer los salones literarios o por las aventuras, que a hacerse cargo de un manuscrito; por muy célebre y misterioso que fuera" (2). Por esta razón, quizás, Montesquieu, conociendo al síndico ginebrino Pierre Mussard, en casa de la Señora de Tencin, le confió las tres primeras partes de su libro, que el diligente mensajero llevó, bordeando el lago Leman, en dirección de la ciudad del refugio y la ciudad del pensamiento; que debía ver aparecer otras obras como Cándida, el Tratado sobre la tolerancia, el Diccionario filosófico y el Comentario al libro de los delitos y de las penas. Enseguida, el impresor Barrillot, acepta de encargarse de la impresión y de financiarla, al mismo tiempo que el profesor Jacobo Vernet-- sucesor de Calvino y de Bèze en la cátedra de teología, correspondiéndole a Voltaire y a Rousseau, el amigo que Montesquieu conoció en Roma, y editor también de Burlamaqui (3)-- se ofrecía para corregir las evaluaciones, redactar la tabla de contenidos y velar por el cuidado de la edición. En octubre de 1747, la obra era lanzada por la prensa de Barrillot e hijos, y a partir del 14 de noviembre, la Señora Tencin escribía complacida a Montesquieu: "Tengo el único ejemplar que hasta ahora haya salido en Paris, si quisiera prestárselo a todos aquellos que me lo piden, me lo regresarían en pedazos". D'Aguesseau, no podía autorizar la entrada del libro en Francia, a pesar de su gran admiración, sin embargo, supo cerrar los ojos ante la edición clandestina hecha inmediatamente en Paris. El éxito fue tal que, a principios de enero de 1748, la Señora Tencin apresuraba al autor diciéndole: "Venid pues, mi querido romano, a disfrutar de vuestros triunfos".

Viniendo desde Ginebra, exactamente dos siglos después, para participar modestamente en la consagración de este triunfo legítimo y duradero, creemos cumplir con un doble deber para con el autor. Nosotros no venimos únicamente con el propósito de traerle ofrendas de parte de la pequeña República que fue la madrina de su libro inmortal. También repararemos, en cierta forma, el ligero equívoco del que fuera objeto. A pesar del eminente servicio que rindió al Espíritu de las leyes, el rector Vernet no estuvo absolutamente exento de reproches en su localidad. Vernet, apartó la invocación a las Musas que Montesquieu quería ubicar en el cuerpo de la obra, omitió corregir la negligencia del impresor, quien no había marcado las diferentes partes de la obra y no logró estructurar su tabla de contenidos (4). Que le sea permitido entonces a otro profesor de Ginebra, puesto que él está encargado del cuidado supremo de su justicia retributiva y, además, es miembro del cuerpo de escritores suizos, reponer, al menos en esta exposición de la obra de Montesquieu sobre el derecho penal, todo el orden, el método y la claridad que amerita el espíritu luminoso al que él viene a rendirle homenaje; no olvidando que, aunque consciente de "la majestuosidad de su tema", el antiguo presidente de argamasa de Burdeos no menospreciaba que, dicho tema, fuese remitido a las manos de las Musas.

Igualmente, nos esforzaremos en no olvidar, a pesar de la limitada tarea que nos imponemos, el deseo de Montesquieu, quien pedía en su Prefacio la gracia siguiente, temiendo que no le fuera acordada: de no juzgar el trabajo de veinte años con la sola lectura de un momento y de no buscar los motivos de nuestro juicio "en algunas frases" o en algunos extractos de la obra, sino "en el libro entero". Así pues, bajo las máximas gravadas en medallas, bajo las frases tan bellas y plenamente concisas, tan dignas del calificativo de "romanas", nos ocuparemos de descubrir el espíritu mismo del Espíritu de las leyes, de descifrar esta elevada tarea, para rendirle plenamente justicia. Podremos convencemos que "tanto más reflexionemos sobre los detalles, más sentiremos la certitud de los principios"; asimismo, procuraremos verificar el aforismo fundamental: "Cuando descubrí mis principios, todo vino a mí", todo se aclaró.

Ya otros lo han observado (5), puesto que salta a la vista: Montesquieu no edifica un sistema coherente y completo de ciencia y procedimiento criminales. Se mantiene en el hilo de las ideas generales, formulando algunos grandes principios derivados, como él lo dice, "no de sus prejuicios, sino de la naturaleza de las cosas". Como sabio portador de una doctrina abstracta, se preocupa menos de congregar y enseñar, que de encontrar, como un naturalista, los datos constantes y las reglas mismas que rigen la legislación en sus relaciones "con la Constitución de cada gobierno, las costumbres, el clima, la religión, el comercio, etc." (6); los cuales, aseguran la calidad y la aplicación de las mejores leyes para todos. De esta forma, "cada nación deberá encontrar en su obra las razones de sus máximas". Sin embargo, cuando Montesquieu habla de las penas, por ejemplo, o del procedimiento, no se deben esperar "interpretaciones, declaraciones, axiomas y decisiones, al modo en que aparecen en los libros de los jurisconsultos: ello implicaría no tener una idea justa de su obra, apreciándola desde un punto de vista tan limitado", así lo observaba, de manera muy justa, Bertolini, en su Análisis razonado del Espíritu de las leyes, en 1754 (7). "Nuestro autor, aquí como en todo lugar, aspira a algo más alto, más noble y de mayor extensión ... su deseo es el de descubrir todos los elementos distintos de la legislación, que él tuvo que abarcar desde un punto de vista general". Puesto que, "la gran jurisdicción de su obra es la ciencia del gobierno, que reúne todas las ciencias, todas las artes, todos los conocimientos, todas las leyes, en una palabra, todo aquello que puede serle útil a la sociedad" (8).

Son estos los distintos elementos de la legislación penal, en su aspecto más elevado y, a la vez, más extenso, el más noble y el más útil a la sociedad, que nos compete extraer de su obra, mezclada a perspectivas infinitas, y examinarlos con él: haremos que sea él quien hable lo más seguido posible. En esta búsqueda por comprender lo esencial de su pensamiento, a través de su vasta obra, veremos que Montesquieu se apega de forma reiterada a la ley penal, a los delitos, a las penas y al juicio. Del mismo modo, podremos confirmar la opinión del Albert Sorel, al escribir (9): "Los estudios por él realizados sobre las legislaciones criminales están, y con justo motivo, ordenados en el seno de sus más hermosos títulos, reconocidos por la humanidad. En ningún momento empleó mayor esfuerzo dentro de su pensamiento, ni mayor sutileza dentro de su estilo, que en el capítulo sobre el poder de las penas".

II

Montesquieu estableció todos sus principios, en materia criminal, con relación a la libertad de los ciudadanos; a ella conducirán todos sus razonamientos: "la libertad, ese bien que permite el goce de los otros bienes" (10). Esta palabra mágica, esta palabra clave, debe ser precisada. "En la política, no significa, en mucho, aquello que los oradores y poetas pretenden que signifique" (11). "No existe, en lo absoluto, una palabra que haya recibido tan distintos significados, y que haya consternado de tantas manetas los espíritus, que aquella de "libertad" (12). De hecho "cada cual llamó libertad al gobierno que fuese conforme a sus costumbres o a sus inclinaciones"; inclusive un pueblo "consideró una vez la libertad como la costumbre de usar una larga barba": los moscovitas no podían soportar que el Zar Pedro ordenara cortárselas (13). "Puesto que, en una República, no tenemos a la mano y de viva presencia, los instrumentos para los males que nos aquejan, e inclusive las leyes parecen hablar más, y los ejecutores de la ley hablar menos; ordinariamente se ubica (la libertad) en las repúblicas, y se la excluye de las monarquías". Y puesto que, por otra parte, "a parecer, en las democracias el pueblo hace más o menos lo que él quiere, se ubicó la libertad en estas clases de gobiernos y se confundió el poder del pueblo con la libertad del pueblo" (14).

En realidad, "la libertad política no consiste, en lo absoluto, en hacer aquello que queramos. En un Estado, es decir, en una sociedad donde existen leyes, la libertad no puede consistir en otra cosa que en poder hacer aquello que debemos querer, y en no ser constreñido a hacer aquello que no debemos querer". No hay que confundir independencia (o licencia) y libertad. "La libertad consiste en el derecho de hacer todo aquello que las leyes permitan; y, si un ciudadano pudiese hacer aquello que éstas prohíben, no existiría entonces más libertad, puesto que los otros igualmente tendrían ese poder". La libertad sólo puede ser eficaz dentro de sus limites. Esta libertad política es incompatible con los gobiernos tiránicos o despóticos. "En los Estados despóticos, la tranquilidad de la que aparentemente pudiéramos gozar, no es paz: se parece al silencio de aquellas ciudades que aguardan al enemigo, listo para ocuparlas", observa Montesquieu en uno de sus fragmentos (15). La auténtica libertad política "se halla sólo en los gobiernos moderados. Aunque no siempre en los Estados moderados: ésta sólo se logra cuando no se abusa del poder". Porque se trata, lamentablemente, "de una...

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