Yo no sabía, yo no fui

Cuando terminó la II Guerra Mundial y los rusos encontraron el cadáver de Hitler, chamuscado e irreconocible, un ofi cial preguntó: ¿Por culpa de esta cosa carbonizada, hay 60 millones de muertos y más de la mitad de Europa destruida? Igual ocurrió en Italia, con la ignominiosa muerte de Mussolini. Los italianos se preguntaron: ¿Qué nos pasó? ¿Por qué seguimos a ese loco maligno? Cómo es posible que pueblos cultos, que han parido genios, músicos y poetas, orgullos de la humanidad, de pronto, enceguecidos, sigan a dementes megalómanos y asesinos sin escrúpulos. Por más que tratemos de explicarlo, no podremos entender cómo ni por qué suceden estas cosas.Hitler, en su maléfi co ascen so, se convirtió en un dios para los alemanes de los años treinta y comienzos de los cuarenta. Logró ser canciller en elecciones limpias, y como todo buen dictador, populista y charlatán, utilizó el juego democrático para destruir la democracia que lo llevó al poder.Hitler, al enviar a campos de concentración a todos sus rivales, se convirtió en uno de los hombres más poderosos y peligrosos del mundo. El pueblo alemán se transformó en una masa homogénea que aplaudía y gritaba sin pen sar, haciéndose cómplice de lo que ya sabemos.Hitler era idolatrado. Su ri dícula cara estaba en todas partes. Los alemanes eran obligados a saludarse nombrándolo. Los niños eran adoctrinados, con odio irracional, a rechazar todo...

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