Racionalidad moral y justicia social de las instituciones políticas

AutorZulay Díaz Montiel
CargoFacultad de Ciencias Económicas y Sociales. Universidad del Zulia. Maracaibo, Venezuela. diazzulay@gmail.com

Este artículo es un resultado parcial del proyecto de investigación No. 2, intitulado: “Racionalización social en la razón instrumental de las instituciones políticas”, adscrito al Programa de Investigación: INTERCULTURALIDAD Y RAZÓN EPISTÉMICA EN AMÉRICA LATINA, inserto en la Línea de Investigación: Estudios Epistemológicos y Metodológicos de las Ciencias Sociales del Centro de Estudios Sociológicos y Antropológicos (CESA) de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad del Zulia, y cofinanciado por el Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, (CONDES-LUZ), bajo el No. CH-0890-2006.

Introducción

En las sociedades actuales se hace necesario oponer a la racionalidad estratégica institucionalizada del Estado post capitalista, una racionalidad práctica y dialógica suficiente, que permita cuestionar y responder con razones morales a los principios técno-cientistas en los que se fundan las formas y contenido de la política moderna. Se trata, entonces, de poder reconstruir el mundo objetivo desde las libertades subjetivas que se gestan y reconocen entre los actores sociales, a partir de una intersubjetividad de vidas compartidas. En tal sentido, el programa de dialogizar la política, más que recurrir a los dominios técnicos del quehacer político, intenta alcanzar niveles de justicia social que en su práctica constituyente respondan a las acciones e intereses de la mayoría social. Deben originarse relaciones socio-políticas que puedan ser abordadas desde una racionalidad comunicativa, donde, consensuar y discernir, sean los fines en sí mismos de esas prácticas políticas a las que todos tienen derecho.

Pero para lograr que esos fines mancomunados, en los que el “todos” es sinónimo de una mayoría incluyente, puedan contener y debidamente representar a unos y otros, es preciso que las lógicas de la racionalidad de las instituciones políticas de la modernidad, puedan ser transformadas en estructuras de interacción social menos deterministas y más plurales. Es decir, se trata de refundar el proyecto político del Estado moderno por medio de una discusión democrática de los fines de su institucionalidad social, económica y científica, y para eso, es imprescindible interpelar el ámbito de la moral pública del Estado y las responsabilidades éticas de su gestión de gobierno.

Los cambios sociales que solicita la ciudadanía, en su diversidad y heterogeneidad ideológica o de clases, deben ser interpretados en el escenario institucional y político en los que estos ciudadanos actúan. Más allá de los partidos políticos y los aparatos de poder del Estado, hoy día las sociedades de la modernidad capitalista se enfrentan al fenómeno de mayores demandas de participación directa y cogestión negociada, entre los intereses particulares de los ciudadanos y aquellos generales que se les proponían como colectivo social. La dirección política y económica de la sociedad, no puede seguir formando parte del dominio estratégico y funcional de las “instituciones sociales” que le sirven de contexto legitimador al Estado.

Hoy día, cada vez más, la presencia del Estado no es más omnipresente, por el contrario, debe pasar por un sistema de relaciones e interacciones sociales que tienda a la construcción de unas conductas y discursos acerca de lo que es la política, donde el Estado y la ciudadanía, se ven en la obligada necesidad de dialogar sobre aquellos medios y fines que deben poner en práctica para el mejor logro de bienes comunes a partir de la diversidad de intereses que pueden ser afines con todos los involucrados. La nueva sociedad política debería resultar de un diálogo donde la ciudadanía pueda ser en efecto, emisora/receptora y viceversa, del poder de las prácticas políticas; es decir, de ese poder constituyente, que por vía de la participación y coparticipación logre fundar normas morales que puedan ser reconocidas como válidas por ésta, lo que haría posible, otro modo de razonar la política ya que desaparecerían las fuerzas coactivas del Estado y aparecerían las fuerzas comunicativas y argumentativas de la sociedad civil, en busca de una eticidad donde lo público funcionaría como el escenario de reconocimiento de ese “todos” del que forma parte el colectivo social y que dejaría de ser una abstracción.

La sociedad se convierte así, en un proyecto de vida para todos, capaz de responder y resolver la conflictividad que ha caracterizado a la sociedad de clases en la que ha reposado el Estado moderno. Una sociedad emancipada de estructuras de dominio y control político, será una sociedad mucho más abierta a la deliberación, al disenso, a la tolerancia y a la justicia; capaz de contrastar y arbitrar los intereses individuales con los intereses generalizables, al querer fundamentar éstos en decisiones morales que sean tratadas desde un espacio público donde se las discuta y las practique.

1. Sociedad, Estado, ciudadanía y moralidad pública

Las relaciones sociales que desarrolla el Estado se transforman estructuralmente, en un primer momento, a causa de las propias instituciones que le sirven de justificación y reproducción; sin embargo, esto no siempre es suficiente para que la sociedad y el Estado, en esa relación de conjunto y complemento que le garantiza su existencia, se desarrollen históricamente. La relación normativa entre Estado y sociedad, no supone siempre una relación simétrica que excluya la discordia, la violencia y el conflicto. Esto no es así, precisamente, porque en un segundo momento, la relación está dinamizada por la intervención que hacen los actores –no entes abstractos– de ambos espacios, desde una relación de fuerza que tiene su correspondencia con el interés del control político que se desea ejecutar sobre la sociedad y sobre el Estado. Estas dos esferas se complementan y se median entre sí, en razón de la concepción y la praxis política que sus actores despliegan: se acercan o distancian y se aproximan o alejan, en relación a su concepto de poder político. Y para lograr una particular (individual) o general (colectiva) hegemonía de esa relación entre sociedad y Estado, los actores se presentan en un espacio público donde se ven en la necesidad de asumir y defender sus identidades sociales.

Es acá, entonces, el lugar donde la política queda asociada a diversas formas de racionalidad con las que se debate el sentido que se le debe asignar a las prácticas políticas y sus respectivos fines. La mediación e intersección que se abre entre sociedad civil y sociedad política, a partir de este segundo momento de desarrollo de la interacción entre ambas esferas, es de carácter eminentemente discursivo y dialógico, pues, no puede entenderse de otra manera en su origen y destino, la actuación de los ciudadanos en el espacio público donde –entre todos– se construye e instituye el orden de la política, y solo mediante el lenguaje, el discurso, el argumento, la crítica, la opinión, es que se hace pública la interacción entre los actores, vale decir, entre los ciudadanos.

Intervenir dialógica y comunicativamente en política, supone interactuar socialmente a través de los diversos espacios públicos en los que se desarrollan los poderes y las instituciones públicas del Estado. Para que eso sea posible, es necesario que se establezcan y reconozcan normas, códigos, leyes, derechos, que permitan una participación en igualdad de condiciones, democráticamente abierta a la interacción política –es decir, a la capacidad de intervenir sobre el orden de la sociedad y la estructura del Estado–, de cualquiera que también constituya parte de la sociedad, y que en ciertos momentos o épocas, pudieran quedar fuera del sistema.

En este nuevo siglo, que se abre a relaciones sociales y políticas discontinuas fuertemente tramadas desde la multiculturalidad, los aportes de la Teoría de la Acción Comunicativa de Habermas, permiten generar una crítica a los modelos positivistas de la sociedad y del Estado, pero de igual manera, buscan destacar el imperativo de definir y evaluar las tesis pragmáticas que le sirven de apoyo, para interpretar a la sociedad desde la teoría del lenguaje y de la comunicación, la moralidad y la eticidad.

Estos son parámetros que nos pueden guiar en la búsqueda de respuestas acordes con los nuevos roles sociales y proyectos de identidades ciudadanas, mucho más democráticos y plurales. Lograrlo, es proponer dentro de un contexto socio-político, la apertura hacia un nuevo paradigma de la vida social y del Estado, donde sea viable desarrollar las intersubjetividades que hacen posible, comprender y poner en acción, procesos a través de los cuales el actual dominio técnico de la política sobre lo público, pueda ser efectivamente superado.

Es indiscutible que la institucionalidad le aporta a la estructura social un sentido que no puede ser únicamente formal y abstracto (Castoriadis, 2001). Las instituciones, representan procesos y hechos sociales en los que todos debemos estar contenidos según consensos compartidos desde argumentos válidos para todos; lo contrario supondría que los hechos son consecuencias de acciones sin una racionalidad que los dirija. Si se pierde el sentido social que debe tener lo que es socialmente humano en nuestra condición de seres vivos; entonces, se pierde nuestra capacidad para ser libres y para convivir dentro de principios de justicia material y derechos humanos prácticos.

En este orden de ideas, es imprescindible, entonces, comenzar a entender que el desarrollo de la sociedades responde a la interacción ciudadana que se genera en el espacio público que le sirve de contextualidad; pero también, que el desarrollo orgánico del Estado desde el punto de vista de la constitucionalidad que...

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