Un testigo en sala de parto

Durante los primeros meses, mi esposa se preparó mentalmente para dar a luz. Asistimos a un curso prenatal en el que, bajo la penumbra de una oscuridad inducida y con la voz de una calmada y parsimoniosa narradora, se ofrecían las mejores recomendaciones para cumplir un trabajo de parto armonioso, en equilibrio contigo y con la naturaleza. Cada dilatación estaba representada por un círculo de color: desde el relajado azul cielo cuando se iniciaba el proceso hasta el tormentoso y explosivo rojo que representaba el inicio del fin. Acostado junto a ella con los ojos cerrados, yo imaginaba un escenario menos balanceado. Menos zen. Más caótico. Un escenario como el de las películas en el que el padre es el blanco natural y obligatorio de sentidos improperios, furiosos apretones, estrés astringente y fluidos salvajes. No importaría, pensaba yo. Entrar al parto sería una oportunidad única. Al noveno mes, nos informa ron que no habría parto natural. La pelvimetría relataba que el tamaño de la cabeza de nuestra pequeña Âsí, era una niña frustraba las expectativas de un alumbramiento tradicional. La situación cambió para mi esposa, a quien no le cayó bien la noticia. Pero se recuperó y aceptó el nuevo designio. Para mí, de alguna manera, representaba también un cambio rotundo. ¿Qué pasaría con las escenas de emoción histérica? ¿Las contracciones rítmicas y regulares? ¿Los círculos de colores? ¿El estrés, la angustia? ¿Qué pasaría con la película, con nuestra película? Todas las preguntas se dilu yeron en la palabra cesárea. Ahora será sencillo, rutinario y controlado, pensé. Toda la expectativa se había simplificado hasta el momento en que entró a la habitación de la clínica la facilitadora de parto y me dijo: Vente. Mi esposa ya llevaba cerca de hora y media adentro y ahora era mi turno. No miento cuando afirmo que en ese instante regresaron a mi cabeza imágenes que otros se habían encargado de perpetuar, como la del tío que al primer contacto visual con la sangre cayó de rodillas y moviéndose como soldado bajo fuego enemigo se abrió paso hasta la salida del quirófano. O la del amigo que, sorprendido por la primera imagen de su hijo, tuvo que aceptarle a una enfermera un vaso de agua con azúcar para evitar desplomarse de la impresión. Caminaba hacia la sala de parto con mi cámara, siempre listo, temblando e inseguro. Me cambié la ropa por las prendas médicas azules y desechables. Me até el gorrito aquél varias veces, con temor de dejar a la vista...

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