La voz, esa intrusa

Facebook hizo vieja la palabra "blog", Twitter le sacó canas a Facebook y ya vendrá algo que ocasionará la caída del imperio twittero: quizás un invento que publique los pensamientos de manera instantánea y sin criterio de selección. Si usted todavía está leyendo estas palabras sobre un papel periódico, el futuro de su hábito es borroso y ni se diga el de los que escribimos los textos. Para la gente del teatro y las artes plásticas probablemente la llegada del cine fue trágica. Los dos últimos siglos han presenciado más inventos y herramientas expresivas que los 50 milenios anteriores de historia humana, y cada uno deja damnificados. O te adaptas o te aplastan. Cinema Paradiso (1988), un clásico del melodrama contemporáneo, rindió tributo a un oficio que ya prácticamente no existe, al menos en el eje central que ocupaba antes: el proyeccionista de la sala de cine. El artista, una de las grandes favoritas para ganar el Oscar, habla de George Valentin (Jean Dujardin), un galán de Hollywood que no es mudo, pero que se niega rotundamente a hacer cine hablado. Acostumbrado a hacerse entender (y querer) en la pantalla sin emitir una palabra, considera que la nueva tecnología (que llega empaquetada junto con la Gran Depresión de 1929) es una forma inferior de arte. Lo mismo que podríamos pensar no pocos hoy ante el 3D o la descarga de una película por Internet. Pero George se enamora del enemigo: una diva salida de la nada, de esa nueva raza traicionera de rostros que se identifican con voces.

Es curioso que otra de las principales favoritas al Oscar, Hugo, sea un homenaje estadounidense a la manera francesa de ver el...

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