La Historia Inconstitucional de Venezuela (1999-2013)

AutorAsdrúbal Aguiar
Páginas29-44

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Al recibir de manos del consecuente y noble amigo Gregorio Badeni, académico Presidente su invitación para este encuentro y compartir mis recientes escritos acerca la vida jurídica e institucional de Venezuela, no dude un instante en aceptarla. Es un honor inmerecido, que le agradezco emocionado en unión de Mariela, mi esposa, aquí presente.

Las generosas palabras de bienvenida del ilustre venezolano en los afectos quien es el académico Juan Aguirre Lanari, me obligan, además y aún más, en mis afectos hacia su patria, la Argentina. La mención que hace del apoyo solidario y sin medias tintas que Venezuela ofrece a sus compatriotas durante la guerra de las Malvinas y en el gobierno de Luis Herrera Campíns, y el respaldo igual que la Argentina nos otorga a los venezolanos a través de su Canciller, Luis María Drago, una vez como las potencias europeas bombardean nuestras costas a inicios del siglo XX, me llega al corazón. Por lo que debo decirle al ex Canciller Aguirre que los venezolanos comprometidos con la libertad recibimos su histórico recuerdo, en esta hora crucial en la que acusamos la soledad de la indiferencia latinoamericana, como el agua refrescante.

Tengo una deuda postrera y felizmente insoluble con las academias argentinas, con estos museos alejandrinos que me acogen en su seno durante mi providencial autoexilio bonaerense, años atrás; pues me han permitido emular a tientas la ejemplar trayectoria de otros ilustres compatriotas quienes me preceden y a cuya memoria rindo homenaje: el eximio escritor don Arturo Uslar Pietri y el estadista de la paz, Rafael Caldera, ambos fallecidos después de una vida fértil, útil y nonagenaria, de servicio a nuestra democracia. La sola mención de ellos me hace comprender, cabalmente, la gravedad del compromiso que asumo al hablar ante este auditorio de privilegio.

I El juramento en falso

Sea cuales fueren los rótulos bajo los que califiquemos la circunstancia política actual e institucional de Venezuela y al margen del rico debate que suscita la teoría del golpe de Estado al momento de definirlo, un hilo conductor e histórico le caracteriza, con independencia de sus móviles, como el acto llevado a cabo por órganos del mismo Estado.

No se reduce el golpe de Estado, como se cree, a un levantamiento o insurrección que la experiencia demuestre luego ineficaz, y tampoco es una simple acción de la soldadesca sobre el centro del poder constituido tal y como ocurre entre nosotros, los venezolanos, el 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992.

La presencia militar en los golpes y en su práctica es algo común. Pero ella ha lugar no solo cuando a propósito de un golpe el estamento militar participa, sino también cuando asume neutralidad o se hace cómplice por indiferencia del acto golpista ejecutado por un gobernante, el parlamento, o los mismos jueces supremos.

Las obras de Gabriel Naudé (Consideraciones políticas sobre el Golpe de Estado, 1639), Curzio Malaparte (Técnica del Golpe de Estado, 1931), o la más actual, de Edward Luttwak, con igual título que la de éste (1969), son emblemáticas en cuando a dicho fenómeno fáctico de la política, y también jurídico, pues como lo recuerda el maestro de la dogmática del Derecho Hans Kelsen, ha lugar cuando ocurre la violación de la legalidad del orden existente y su mutación con un claro propósito: el reforzamiento del poder por quien lo ejerce. “Lo decisivo es que la constitución válida sea modificada de una manera, o remplazada enteramente por una nueva constitución, que no se encuentra prescripta en la constitución hasta entonces válida” (Teoría Pura del Derecho, 1935).

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La consideración anterior viene al caso por los golpes de nuestra constitucionalidad – léase de nuestros derechos fundamentales y ciudadanos– deliberadamente impulsados desde el Palacio de Miraflores, en Caracas, desde el año final del siglo pasado, durante la primera década del presente siglo y en los tres años que lleva la segunda; apoyados éstas, sin reservas, acompañándolas o silenciándolas, por distintos parlamentos, el Ministerio Público, la Defensoría del Pueblo, la Contraloría de la República, el Poder Electoral, y el Poder Judicial, cooptados en su totalidad y sin matices por el gendarme Presidente y por su actual sucesor, Nicolás Maduro Moros, bajo la mirada complacida de la Fuerza Armada.

Tales golpes de Estado o graves rupturas a la constitucionalidad, revisados de conjunto no abrigan otro propósito que reforzar el poder personal del mismo Presidente a costa de la democracia –fingiéndola- y su desmantelamiento; por encima de los dictados precisos de la Constitución y mediante su violación sistemática; provocando mutaciones constitucionales a través de la manipulación o el desconocimiento ora de las formas del Derecho, ora de la voluntad popular legítima expresada en elecciones o actos de participación política constitucionalmente tutelados.

Al efecto, he aquí lo típico y novedoso de la experiencia golpista venezolana del siglo XXI. Se usan o subvierten las mencionadas formas del Derecho para consumar “golpes de Estado” sucesivos y continuados, vaciando de contenido ético y finalista al mismo Derecho: medios en apariencia legítimos con miras a fines ilegítimos y fines supuestamente legítimos a través de medios claramente ilegítimos, con lo cual se trastoca de raíz a la ética democrática. En el pasado, durante la primera mitad del siglo XX, instaladas las dictaduras y presentes sus llamados “gendarmes necesarios”, cuando menos tienen el pudor de modificar previamente el orden constitucional para ajustarlo a sus necesidades autocráticas y luego afirmar que lo acatan, a pie juntillas.

En su intento por reforzar su poder político personal, con arrestos de primitivismo, el antes llamado Comandante Presidente, hoy fallecido, luego de golpear aviesamente a la Constitución de 1961 jurando no reconocerla –la llama moribunda al momento de prestar su juramento y con ello invitar a desconocerla– y a pesar de ser elegido bajo sus cánones, fuerza luego una mora en la Constitución que la sucede, la de 1999; ello, para favorecer sobre el vacío constitucional inducido el desmantelamiento de los poderes públicos legítimamente constituidos a partir de 1998.

II No huelga recordar los antecedentes, y a cabalidad

Al inaugurar su mandato, el 2 de febrero, dicta un decreto –sin esperar que lo haga el Congreso electo junto a él como estaba previsto– convocando a un referéndum popular. Le pide al pueblo le otorgue directamente y sin más, en lo personal, autoridad para fijar las bases de un proceso comicial que lleve al país hacia la constituyente. Y su propósito confesado, como reza la iniciativa, es “transformar el Estado y crear un nuevo orden jurídico” sin cumplir con la exigencia previa de la reforma de la citada Constitución de 1961.

Llegada la hora se abstiene el 53,7 por ciento de los votantes inscritos y Chávez –dado el modelo electoral establecido para la circunstancia– al obtener el 65% de los votos sufragados se hace con el 98% de los escaños de la nueva Asamblea: 125 constituyentes oficiales y 6 constituyentes opositores. La representación proporcional de las minorías, esencial en la democracia, fenece en ese instante preciso.

Lo cierto es que tal Asamblea Constituyente –sin encontrarse apoderada para ello– sostiene, una vez instalada, que es depositaria de la soberanía popular originaria y afirma no encontrarse atada por la Constitución en vigor. Y sin avanzar aún en la redacción de la nueva

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Carta, interviene y paraliza al Congreso de la República y, lo que a la sazón más importa a quienes desde entonces controlan los rieles del poder en Venezuela, destituye sin fórmula de juicio a todos los jueces. Les sustituye con jueces provisorios, de libre nombramiento y remoción.

Cabe decir que la constitución naciente -aprobada por el 80% pero del 40% de venezolanos quienes sufragan durante el respectivo referéndum- se afirma sobre el ideario del “césar democrático” o gendarme necesario, que tanto defiende Simón Bolívar al prosternar la obra constitucional liberal, democrática y republicana de nuestros Padres Fundadores, hombres de levita e ilustrados. A la caída de la Primera República, una vez como traiciona al Precursor Francisco de Miranda, su superior, a quien entrega ante las autoridades españolas a cambio de un pasaporte que le permite viajar a Cartagena, desde allí manifiesta el mismo Bolívar que “filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados”, es lo característico de la obra germinal de los civiles egresados de nuestra primera universidad, la Universidad de Santa Rosa de Lima y Tomás de Aquino creada en 1721.

No por azar, pues, la Constitución de 1999, cambiando lo cambiable, en su lenguaje contemporáneo no dista del credo bolivariano. Según éste los venezolanos “no estábamos preparados para tanto bien”, el de la república democrática, por lo que, en su defecto, propone Bolívar en 1819, desde Angostura, la forja de un senado hereditario integrado por las armas, a las que todo debe –según él- la patria, y pide un presidente vitalicio a la manera del monarca británico. Y en 1826, al otorgar la Constitución de Chuquisaca, se repite al disponer la erección de un presidente vitalicio e irresponsable con la facultad de nombrar su sucesor en la persona del Vicepresidente.

Por cierto, fallecido el autor de nuestra vigente Constitución, le sucede su vicepresidente –impuesto in articulo mortis– hoy en ejercicio ilegítimo del gobierno venezolano...

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