Mí Tarzán, tú Chita

La Chita murió en la víspera de Navidad a la edad de 80 años, en un parque de Flo rida, el Suncoast Primate Sanctuary, una especie de asilo de ancianos para monos. Ya se sabe que Florida es un lugar ideal de retiro para la tercera o la cuarta edad. Era un chimpancé macho, pero siempre lo conocimos bajo signo femenino. Chita. Tarzán y la Chita. Se hallaba inscrito en los récords Guinness como el chimpancé más viejo del mundo, pues los simios de esta especie no suelen vivir más allá del medio siglo. Como en el caso de todos los personajes que se vuelven míticos, surgen ahora distintas hipótesis y reclamos. Que este Chita recién fallecido no era el verdadero, o al menos que no era el único, pues en el plató de las filmaciones siempre había un par de chimpancés para alternarse a la hora de actuar al lado de Tarzán y de Jane, su compañera; y que si nació en 1932, no pudo ser la Chita de Tarzán de los monos, filmada ese mismo año. Es lo mismo que pasa con el león de la Metro. Ya decrépito, cansado y desdentado, como todos los viejos, y escasa la melena, es exhibido en una cueva en los jardines del Grand Hotel MGM en Las Vegas. Pero también se alega que como fue en 1928 cuando rugió por primera vez en una película de la Metro Goldwin Mayer, ya debería haber pasado a mejor vida hace tiempo. Envidias contra la fama, e intentos inútiles de destruir el mito. Charles Atlas aún sigue, joven, musculoso y sonriente, ofreciendo su método de tensión dinámica para dejar de ser un alfeñique, más allá de sus 100 años de vida. El aura protectora de la in fancia es la que da inmortalidad a los personajes emblemáticos del cine. Permanecen jóvenes aunque envejezcan, permanecen vivos aunque se mueran. Son únicos aunque hayan tenido dobles. Cuatro Chitas, cinco leones de la Metro. ¿Qué importa eso frente a la evocación de lo vivido en la oscuridad de la sala de cara al fulgor de la pantalla iluminada? Yo tuve, además, una infan cia privilegiada porque mi tío Ángel Mercado era dueño del único cine de mi pueblo, y fui desde los 8 años de edad uno de los escasos elegidos para subir la escalera vertical que llevaba al santuario misterioso de la caseta de proyección, una especie de palomar forrado de tablas blanqueadas con cal que sobresalía por encima del tejado de la vieja casona convertida en cine al aire libre, pues el corredor abierto era el palco y el antiguo corral de vacas, ahora embaldosado, era la luneta. Como el operador se em briagaba más de la cuenta, mi tío...

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