VIOLENCIA POLICIAL Y JUSTICIA INTERNACIONAL.

AutorGabald

POLICE VIOLENCE AND INTERNATIONAL JUSTICE

  1. Fuerza policial, control social y confrontación política

    El comportamiento policial desproporcionado en cuanto al uso de la fuerza física en Venezuela ha tomado, en los últimos años, dos vertientes que si bien aparecen diferenciadas podrían converger en lo que significaría la minimización de las escalas sobre el uso progresivo y diferenciado de la fuerza, que fueron adoptadas como parámetros de desempeño policial a raíz del proceso de reforma entre 2006 y 2008. Una es el incremento de las denominadas muertes institucionales, o producidas por agentes de cumplimiento de la ley, y otra, las formas intensas de maltrato durante manifestaciones públicas y la crudeza para reprimir a sospechosos y protagonistas de delincuencia común predatoria. Todo ello dentro de una informalización y abandono de reglas y protocolos, aunque formalmente vigentes y a veces ritualmente proclamados con fines propagandísticos o para lavar la cara ante instancias internacionales. Según un informe consolidado para diciembre de 2017, de los 142 fallecidos en los meses de la confrontación más intensa entre gobierno y oposición, entre mayo y agosto de 2017, 37% correspondió a acciones de los militares y la policía, y solo a la Guardia Nacional, actuando en forma independiente, fue atribuido el 52% de las muertes imputadas a los cuerpos de seguridad (Achkar, 2017: 59, 214215). También se ha observado la participación de agentes informales armados, que podrían actuar por su cuenta o como avanzada de los cuerpos policiales y militares. Si bien la violencia más reciente tiende a ser asociada al endurecimiento de un gobierno autoritario, el grueso de la violencia en Venezuela no se dirige contra antagonistas políticos (Hanson, Smilde y Zubillaga, 2021).

    Existen muchas manifestaciones que, desde el punto de vista cuantitativo, si se adopta el indicador de los homicidios, afectan a los grupos más pobres, marginados y con escaso poder de reclamo social, quienes conforman una población intercambiable de víctimas y victimarios. Esta tendencia, que golpea con particular intensidad y extensión a los jóvenes, constituye un hecho destacado desde hace al menos 20 años (Gabaldón y Serrano, 2001) y parece haberse generalizado recientemente (Ávila, 2020; Sepúlveda y Antillano, 2020). Desde 2014 se podía observar que los sectores jóvenes, más aguerridos e impulsivos en las protestas y manifestaciones, fueron quienes resultaron mayoritariamente muertos o lesionados, tenían un perfil más bien popular y parecieron buscar un momento de protagonismo, incluyendo el registro fotográfico o fílmico, para alcanzar fama y reconocimiento (Gabaldón, 2015: 532). Frente a ello, los funcionarios policiales y militares, y sus auxiliares civiles, que provienen también de sectores populares, rebasaron la normativa legal y desplegaron un uso excesivo de la fuerza, incluso apoyándose en tácticas de alto impacto que violentan los protocolos aprobados en el país para el control de manifestaciones públicas. Dentro de esta lógica de la excepcionalidad, agentes policiales también han ejercido violencia extrema, no solo por motivos políticos sino frente a bandas o grupos delictivos, acompañándola con formas de acopio ilícito de ingresos que, si bien han sido descritas para la policía como endémicas (Monsalve Briceño, 2015), se han expandido y normalizado cuando los ingresos regulares se desvanecen en medio de una economía de escasez y carestía.

    La extensión del control militarizado al ámbito de la seguridad pública, acentuada desde la llegada de Maduro al poder, y que conjuga la violencia policial y coacción de la Fuerza Armada, tiende a disimularse en nombre de una ideología que contrapone la defensa del país a las amenazas imperiales. Esto ya se veía venir desde la llegada del chavismo al poder con la perspectiva de la unión cívico-militar. La manifestación más visible de esta sinergia militar/policial fue la instauración de la denominada Operación de Liberación del Pueblo, a partir de julio de 2015. Su impacto en algo más de dos meses luego de comenzar fue un saldo de 106 muertos entre sospechosos o sindicados de delitos (Ávila, 2015). A partir de abril de 2017, comenzó el desarrollo masivo de manifestaciones de calle que arrojaron, según datos recogidos por una organización no gubernamental de referencia internacional, solo en los primeros tres meses, 89 fallecidos, 2000 detenidos y 275 procesados por tribunales militares (Provea, 2017). Un rasgo particular, en esta última ola de protestas y acciones de calle, fue la incorporación de jóvenes de sectores populares ocupando la primera fila en los enfrentamientos, provistos de elementos improvisados de protección, como escudos de madera y máscaras con secciones de envases de refrescos para contrarrestar el efecto de los agentes químicos. Ello mostraba un enfrentamiento desigual y atroz con los policías y guardias nacionales, quienes utilizaron equipos pesados de dispersión de motines, incluyendo gases irritantes y chorros de agua, y en muchos casos proyectiles improvisados y letales, como tuercas, metras o los mismos cartuchos lacrimógenos propulsados directamente al cuerpo de los manifestantes. Estas tácticas, que habían sido utilizadas en el pasado, resultaban totalmente incongruentes con la retórica gubernamental del respeto a los derechos humanos y del uso proporcionado y diferenciado de la fuerza, para el cual existían claros protocolos restrictivos desde 2008, aprobados como consecuencia de la reforma policial. En estos encuentros violentos también se observó la coparticipación de agentes informales armados, que actuaban por su cuenta o como avanzada de los cuerpos policiales y militares, sin descartar casos de venganzas o represalias dentro del seno mismo de la manifestación, producto de disputas entre variados participantes. Estas confrontaciones concluyeron por plantear un escenario social y político dentro del cual grupos significativos de la población participaron en protestas, manifestaciones y confrontación física, y donde la policía abandonó su posición de árbitro de disputas para colocarse como un agente partisano, dirigido por militares, en un escenario de exhibición de lealtad gubernamental frente a una audiencia globalizada y con repercusión continental. Este es el contexto político que ha generado una situación compleja donde la violencia entre particulares, el control de la disidencia política y la violencia para contener la delincuencia predatoria común y las redes delictivas han prosperado, facilitando la invocación de la Justicia Penal Internacional para intervenir en el país.

    El uso de la fuerza física por parte de la policía se encuentra en el centro de las disputas debido a que los juicios sobre lo que es apropiado o excesivo varían según los contextos sociales y culturales, según quiénes resultan destinatarios de la fuerza y según qué instancia revisa y audita su empleo (Antillano, 2010; Gabaldón y Birkbeck, 2003; Birkbeck y Gabaldón, 2002; Geller y Toch, 1996; Walker, 1992; del Olmo, 1990). La existencia de protocolos para el uso progresivo y diferenciado de la fuerza no asegura su cumplimiento debido a una multiplicidad de factores que guardan relación con la propia cultura policial (Westley, 1995), su aislamiento relativo como agencia y el cinismo de sus miembros (Skolnick, 1994), su autonomía y discrecionalidad (Black, 2010) y las limitaciones de los procesos burocráticos de auditoría y control (Pérez y Muir, 1996; Lester, 1995; para una revisión general, Walker, 2005). Hay áreas donde la distinción entre la formalidad/ protocolo, y la informalidad/exceso se hace borrosa y puede llegar a desparecer, especialmente cuando el uso de la fuerza comporta una letalidad recurrente y se relajan los parámetros que definirían la autorización legítima de su empleo. Se podría considerar que la policía establece o reconoce códigos de control informal maligno, cuyo rasgo más escandaloso sería la aplicación de la violencia letal en forma rutinaria. Este es un aspecto relevante como proceso cultural y social, más allá de la bien documentada asociación entre violencia delictiva y violencia policial (Liska y Yu, 1992; Gabaldón, 1993; Chevigny, 1995; Fridell y Pate, 1997). Algunos incluso han sugerido que el tránsito de un modelo procesal penal inquisitivo, que otorgaba amplias potestades de coacción a la policía a través de la detención preventiva, a un modelo procesal de tipo acusatorio, que habría restringido la posibilidad de la detención policial preventiva, desde 1998, podría contribuir a explicar el incremento de los homicidios en el periodo de transición, debido a una sobreactuación policial sustitutiva (González y Kronick, 2021).

    Considerando todo lo anterior, sigue abierta la cuestión sobre cómo la violencia policial se extiende, se generaliza y cómo determinadas medidas de gobernanza pueden incidir para disminuirla, como parece haber sucedido entre 2008 y 2013 para las policías estadales y municipales (Provea, 2013: 456), o para incrementarla, como parece haber sucedido más recientemente para la policía judicial y para la policía uniformada nacional (Ávila, 2020).

    Si adoptamos la visión de la policía podemos revisar los discursos manifiestos en varios estudios de carácter etnográfico que han permitido el acercamiento a la perspectiva que tienen los policías sobre el control de la delincuencia, los riesgos que perciben en los encuentros con los ciudadanos y la disposición a aplicar castigos directos, incluyendo la delegación del mismo en las víctimas posiblemente afectadas. Desde 1994 logramos identificar, mediante entrevistas realizadas a policías con rango de comando en la región andina, que casi las 4/5 partes de los motivos alegados para usar la fuerza se vinculaban con actos de agresión o resistencia, sugiriendo una hostilidad manifiesta y directa del ciudadano hacia la policía. Más aún, 57% de todos los casos incluían referencias a comportamientos...

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