I

El exilio es algo curiosamente cautivador sobre lo que pensar, pero terrible de pensar. Es la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre su yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza. Y aunque es cierto que la literatura y la historia contienen episodios heroicos, románticos, gloriosos e incluso triunfantes de la vida de un exiliado, todos ellos no son más que esfuerzos encaminados a vencer el agobiante pesar del extrañamiento. Los logros del exiliado están minados siempre por la pérdida de algo que ha quedado atrás para siempre.Pero si el verdadero exilio es una condición de abandono terminal, ¿por qué se ha transformado tan fácilmente en un motivo tan poderoso e incluso enriquecedor de la cultura moderna? Hemos acabado por acostumbrarnos a pensar en la época moderna en sí como algo espiritualmente huérfano y alienado, como la era de la ansiedad y el extrañamiento. Nietzsche nos enseñó a sentirnos incómodos con la tradición, y Freud a contemplar la intimidad doméstica como el rostro amable dibujado sobre el furor parricida e incestuoso. La cultura occidental moderna es en gran medida obra de exiliados, emigrados, refugiados.En Estados Unidos, el pensamiento académico, intelectual y estético es tal como lo conocemos hoy debido a los refugiados del fascismo, el comunismo y otros regímenes dados a la opresión y la expulsión de disidentes. El crítico George Steiner ha propuesto incluso la perspicaz tesis de que todo un género de la literatura occidental del siglo XX es `extraterritorial’, una literatura hecha por exiliados y sobre los exiliados, y que simboliza la era del refugiado. Así, Steiner sugiere: `Parece adecuado que aquellos que producen arte en una civilización de cuasi barbarie, que ha dejado a tantas...

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