Un día de feria

S ábado, 7:30 am. Se reporta un cúmu-lo de personas agolpándose en un lateral del Centro Comercial Metrópolis, en Valencia. No, no hay allí un Bicen tenario. No es Farmatodo. No es una turba en búsqueda de leche, jabón en polvo o acetaminofén. Es gente que quiere ser la primera en acceder al recinto donde ese día, a las 10:00 am, se inaugura la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo FILUC. Ha pasado quince veces en quince años. La feria ya es una saludable quinceañera de muy buen ver.Bailar el vals sería un anacronismo fuera de contexto. Ya el remolino humano es una celebración.La inusual multitud no obedece a la mágica conversión, de la noche a la mañana, de miles de personas en frenéticos lectores. La FILUC, y toda feria de libros, tiene también mucho de evento social. Un acontecimiento que ocurre solo una vez al año y donde asisten escritores, editores, alcaldes, periodistas de todas partes.La palabra escrita convertida en noticia. Por una vez al año, el libro sale de sus catacumbas en busca de lectores. Se exhibe, alza la voz, hace señas y aspavientos, cancela su pudor habitual y finalmente se convierte en protagonista.Para lograr eso hay rebajas, novedades, charlas con figuras mediáticas, firma de libros, talleres gratis, foros de actualidad. Se construye el fabuloso intento de que la lectura sea una adicción colectiva.Es la gran verbena de la escritura. Diez días donde la gente se siente parte de una celebración y se asoma a una buena noticia: en este país se escribe incesantemente. Y lo mejor: quizás en la noche, alguien inclinará sus ojos sobre un libro recién adquirido y sentirá el goce cifrado de la belleza o la revelación. Eso que, tantas veces, te ofrenda la literatura.En este país hasta las malas noticias hacen colas. Por eso, bienvenida sea aquella que nos acerca a una zona de resplandor.*** 11:00 am. Hora del pregón de la Feria.Este año, con justicia, César Miguel Rondón es el elegido. Me consta su febril adhesión a la lectura. Pertenece a la tribu de los que no soportarían el mundo sin libros. El público se convierte en tropel y el discurso se muda de la sala prevista a un cruce de peatones en el largo corredor de stands. Por allí viene el alcalde. Los fotógrafos. Los invitados especiales. El gentío. Permiso. No empujen. Un locutor, con la voz más gruesa que la del propio César Miguel imagine usted y con una solemnidad digna de un 5 de julio, anuncia la lectura del pregón. Todos quieren oír las palabras...

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