Agua de azogue: Las alegorías urbanas de María Ángeles Octavio

Baudelaire amplía el espectro de pulsiones y compulsiones de la mo dernidad cuando abandona tras de sí la aureola del poeta sacramental y decide convertirse en un transeúnte más de aquélla París azorada por la picota avasallante del Barón de Haussman. Su poesía se convierte, así, en el testimonio de ese flâneur curioso que recorre asombrado un ciudad que cambia estrepitosamente bajo la picota del progreso. Comienza entonces, como él dice, a hacer la calle para recoger en las cunetas la materia prima que llenará de nueva sabia la imaginería del poema; su actividad literaria se convierte en una aventura de derivas por el espacio de la gran urbe, siguiendo la ruta de las caminadoras y de los traperos, de los que recorren las calles rebuscando entre los escombros que dejan las salvajes demoli ciones de edificios antiguos, y entre las basuras que va acumulando el capitalismo en su desaforado afán de lucro, para encontrar la gema resplandeciente que anida en medio de la mugre citadina. Desde entonces, todo poeta es un poco explorador de las miserias callejeras, observador minucioso y cauteloso, temerario y comprometido de ese paisaje cambiante de la gran ciudad, pendiente de convertir la podredumbre moderna en un estímulo para la producción de imágenes inéditas, contundentes, estremecedoras. De muchas maneras, cámara en mano, María Ángeles Octavio, repite la aventura baudelariana al recorrer las calles de las grandes urbes por las que se pasea su emoción y su curiosidad: a la caza del instante mágico en que los elementos terrenales y la estructura irregular de las calzadas por donde pasa y pisa coinciden para producir un relámpago de visión que revela misteriosamente un mundo inespera do, ella captura imágenes de una belleza hiriente y prodigiosa. En sus recorridos visionarios se ha detenido, inspiradamente...

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