La aguja de Caracas

Ciertas cosas pasan desapercibidas en esta ciudad de caracteres múltiples, de inquietudes traspuestas por el furor del caos y los desmanes que la violencia ha estado asentando en el ejercicio cotidiano del ciudadano común. Testi monios personales, noticias terribles y un árido viento impune va construyendo dunas insalvables para ese transeúnte que en carro, Metro, mototaxi, camionetica o a pie establece los agobios de su propia cartografía, empedrada por los filones del riesgo no asumido, delineada por las curvas cerradas de los temores ocultos y milimetrada por los altibajos de esas sombras que se evitan, de esos lugares por donde nos autoimponemos la prohibición del paso. Alfredo Ramírez me habló de aquella estructura dos meses después de la inauguración. Estaba muy emocionado. Quería que fuéramos juntos a ver esa pieza que constituye una de sus más importantes instalaciones urbanas. Se llama La aguja de Caracas, Lorena, es enor me; avísame cuándo podemos ir para que conversemos sobre esta obra. Ya hace casi un año de aquel aviso. En los marasmos y abismos de mi propia geodesia atada a las seguridades aparentes de su línea imaginaria, lo dejé pasar... como tantos otros caraqueños de aquí y de allá obviamos los esplendores quizás especulares de algún otro lado. Un Sábado de Gloria, cuando, según el Evangelio, todo regresa a lo vital y en medio de las perspectivas aliviadas que brotan desde las calles sin congestión de la ciudad vacía, se dio la oportunidad de encontrar lo relegado gracias a los recorridos que se levantaron desde el asfalto para confinar con suavidad las apologías cerradas del propio criterio. Una llamada a las 11:00 de la mañana. Urgencias de otra cosa, pero igual podíamos pasar por allí... ¿Estás segura? Sí, yo fui ayer...

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