El amor y las cotufas

A Margot Benacerraf Evito las salas de cine comerciales porque me acostumbré a ver las películas en las pequeñas salas que las empresas distribuidoras disponen para que los críticos y comentaristas puedan visionar los filmes antes del estreno. Cuando no puedo esquivarlas siento incomodidad no porque las butacas lo sean, sino por la presencia de los espectadores ruidosos e impertinentes y por la avidez con la que atacan el combo integrado por cotufas, un envase gigante de refresco y, en algunas salas, burritos o perros calientes mientras creen estar mirando, alelados, las trepidantes o melodramáticas imágenes que desfilan ante sus ojos. Me abruma este primitivo hartazgo brutal y desconsiderado porque las cotufas esparcen, además, un olor dulzón y repugnante que invade la sala provocado, se dice, por una mantequilla que las sazona. En un atractivo ensayo suyo titulado La sala de cine como un templo, la socióloga Beatriz Lara reveló que, ocultos para quienes no han sabido verlos, existen en las ciudades espacios sagrados, rectangulares, en los que se ritualiza una nueva manera de vivir cada vez que en esos nuevos templos se rinde veneración a la aventura de la imaginación. Beatriz Lara se refiere, desde luego, ¡a las salas de cine! Ver una película, dice, signifi ca apenas dos horas de nuestro tiempo pero es como si tuviéramos que prepararnos para un viaje hacia lo desconocido, hacia el pasado, hacia el futuro. Un viaje, incluso, con gente extraña que está a nuestro alrededor, que vive en el presente pero lejos de nosotros. Un viaje hacia el tiempo, hacia la luz y la oscuridad. Esta travesía que iniciamos cuando comienza la película podría provocarnos angustia. Por eso, secreta e inconscientemente, chupamos o masticamos alguna de las golosinas que llevamos con nosotros para el largo viaje. Es algo similar al ritual egipcio que colocaba en las...

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