Ataúdes tallados a mano

No sabría explicar muy bien por qué he unido tres historias relacionadas con el ocaso de la vida, con la mera muerte y esas cotidianidades relacionadas con el oficio de difuntos. Podrá pensarse que el tema es oscuro, pero créame el lector que no es así del todo. He aquí uno de mis recuerdos que salió a flote: hace 15 años vi la película El sabor de la cereza, del director iraní Abbas Kiarostami. Se me quedó grabada porque allí se narra en 98 minutos una historia triste pero excepcional sobre una vida que desea terminar su recorrido en la tierra a su manera. Y no lo consigue. Se trata de un hombre solita rio que al cumplir 50 años se da cuenta de que la vida carece de sentido. Quiere morir. Pero no desea que le hagan una autopsia: prefiere meterse en una tumba rústica y que le echen tierra encima. Decir basta. Eso. Ángel Fernández Santos, crítico de El País, apuntó con tino: No ama ya la vida, pero conserva el orgullo por su condición humana y quiere preservarla. Exacto. Tan amargo como el sabor de la cereza verde. En ese momento sube a una 4x4 Land Rover y comienza una rara peregrinación en busca de una persona que quiera ayudarlo. Quiere que le echen tierra encima y lo expresa de manera inteligente y no por eso menos dramática. He allí un indicio: alguien que busca una muerte digna, que quiere seguir perteneciendo a la madre tierra aunque ya no haya razones para estar vivo. El segundo recuerdo estalló co mo consecuencia del primero. Una leyenda urbana circulaba en las sobremesas de mi casa. Ya vivíamos en Caracas y un amigo de mis padres, abogado, que había defendido guerrilleros en la Argentina de la dictadura, llegó a Venezuela con una mano atrás y otra delante. Parecía un sepulturero. Siempre se vestía con traje os curo, camisa blanca, corbata finita negra. Consiguió su primer trabajo en la funeraria Vallés. Y allí durmió los primeros días de su exilio: en ataúdes que esperaban la llegada de los muertos. Como desconfiaba de esta his toria, un día arrinconé a este buen hombre en la calle y le pregunté. Confirmó con la mirada. Y le consulté que cómo había hecho para conciliar el sueño en un féretro. Fue lacónico: Con dignidad. Vayamos ahora al personaje que hizo posible...

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