De acróbatas y bailarines

De las artes de la representación, el circo es la de mayor penetración popular y, tradicionalmente, la de distinta valoración como manifestación creativa. Una expresión escénica de data tan antigua tanto en Oriente como en Occidente propone en los inicios del siglo XXI un reencuentro del cuerpo flexible y acrobático con el cuerpo orgánico y expresivo. Maurice Béjart definió al bailarín como un acróbata de Dios. Con ese concepto, el celebrado coreógrafo redimió la corporalidad física y elevó la espiritual. Un bailarín puede ser un actor, un volumen plástico desplazado en el espacio y también un mago o un ilusionista. La configuración del intérprete es una sola y los gratificantes esfuerzos por el logro de su propia experticia nunca han determinado separaciones ni distancias. El arte interpre tativo es necesariamente especializado y naturalmente interdisciplinario. El circo, desde su origen milenario, ha sido un ejemplo permanente de integración de impulsos, sensibilidades y destrezas. Su sentido lúdico no ha dejado de acompañarlo. El divertimento es su razón de ser. El sentido peyorativo del término históricamente se ha vinculado con excesos y desenfrenos en alguna época remota, que anunciaron su decadencia, pero también con una visión elitista de las artes escénicas en el mundo occidental. Especialmente la danza, desde su génesis, se vinculó con el poder y sus intereses, antes de convertirse en instrumento de liberación y crecimiento humano, lo que determinó el establecimiento de herméticas codificaciones estéticas. El cuerpo popular ha nutrido siempre al circo. Espontáneo, genuino y festivo. De allí su antigüedad y también su...

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