Nuestra banalidad del mal

Mi recuerdo ya borroso de La Habana de finales de los setenta: calles soli tarias, afligidas y en penumbra.Es la imagen de la desaparición de los lugares públicos, espacios convertidos en peligro por la dictadura. Y su inversión liberada: los destapes de Madrid y Buenos Aires cuando, recobrada la democracia, las calles volvieron a ser posesión pública y escenario de la vida.La misma oscuridad se cierne sobre Caracas y todas las ciudades de este país, pero con un número de lotería. Ya no atribuimos responsabilidades, sino que asignamos probabilidades. Queda el puro miedo. Y a falta de otra cosa, la tragedia une.Quizás es que resulta incon cebible que un gobierno, que un Estado más bien, se disuelva frente a la muerte. No sé qué clase de teoría interpretativa se está edificando en las páginas financiadas por el régimen, pero se me ocurre que puede ser algo así como una tesis sociológica que distinga entre malandros-víctimas y malandros-diabólicos; todos resultado de una matriz de injusticia social, pero unos pocos definitivamente perversos, cuya existencia no invalida la presunta teoría so cial que los justifica. El crimen es siempre colectivo, según la lógica de los condenados de la tierra que subyace a la lectura chavista. Es nuestra versión tropical de la banalidad del mal que Arendt descubre en el lenguaje estereotipado de Eichmann: para nosotros, es la imagen estereotipada del pran, el malandro elevado a potencia natural, figura del inframundo que renuncia a su propia humanidad y no puede reconocerla en los demás.Pero creyendo politizarlo en el sentido de intentar convertirlo en un síntoma de una sociedad injusta o desigual que se proyecta sustituir por otra, el chavismo ha dado un paso crucial en la despolitización general a la que parece dirigirse, y se aleja aún más de cual quier pretensión ideológica para abrazarse a la manu militari con la que le da forma a sus aspiraciones de control total. Lo que digo es esto: el chavismo, a partir de un cierto momento, dejó de tener ideas sobre la seguridad pública. El discurso justificador que románticamente veía en el criminal un espontáneo subversivo...

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