La biblioteca infinita

Los hijos del poeta Alí Chumacero me han invitado a visitar la casa donde vivió, en la ca lle Gelati de San Miguel Chapultepec. La cita es a la siete de la noche, pero he llegado tarde porque el conductor se ha perdido en este barrio que parece tan provinciano y antiguo rodeado por el tráfago cada vez más denso de la infinita Ciudad de México, un barrio de ayer donde las calles llevan el nombre de héroes militares. Héctor Aguilar Camín, que vive por aquí cerca, escribió un cuento sobre el fantasma impenitente del coronel Gregorio Vicente Gelati, caído en 1847 en la batalla librada en Molino del Rey, un paraje que no queda lejos, contra las tropas interventoras de Estados Unidos. Alí Chumacero murió ape nas el año pasado, a los 92 años de edad. Fue un poeta relevante, crítico literario, y editor, ligado por décadas al Fondo de Cultura Económica, y aunque él mismo consideraba hermética su poesía, de minorías, su obra literaria y cultural le hizo merecedor de múltiples premios y homenajes, uno de ellos que al cumplir los noventa años le dedicaran un sorteo de la Lotería Nacional, con su efigie impresa en los billetes. Esta visita a su casa tiene para mí el significado de una peregrinación a un santuario cuyas puertas sólo se abren de vez en cuando. Al fin el conductor ha podido encontrar la calle, y Guillermo Chumacero y su esposa Marcela me esperan en la acera para conducirme entre las sombras del jardín hacia el corredor lateral donde se halla la puerta. Cuando entramos, van encendiendo luces. Más tarde llegarán María y su esposo Gabriel, hijo del novelista Agustín Yáñez, quienes viven en la vecindad. En el salón principal nos recibe el silencio y el olor a papel viejo de la multitud de libros que forran las cuatro paredes parece dar un co lor invisible al aire estancado. Las casas vacías que siguen viviendo solas me llenan siempre de desasosiego, una vaga inquietud por lo finito que la muerte convierte en infinito, el vacío del vacío. Los dueños se han ido. Lourdes, la esposa, primero, Alí después, y no volverán nunca, pero cada objeto se halla en su lugar, como si la vida doméstica fuese a proseguir. Los libros siguen tal como Alí quiso que estuvieran, en su lugar preciso, bajo ese código de colocación que sólo el dueño de su propia biblioteca conoce; el sofá, los sillones, que esperan por las visitas. La mesa de trabajo del poeta, la má quina de escribir de teclas mudas. Los estantes llegan hasta el techo, muchos de los libros forrados en...

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