Carta para un asesino

Ya sé. ¡Ya sé! Tú no has firmado un punto de cuenta en el que ordenes matar, torturar y capturar a los demócratas. Tampoco Hitler lo firmó: se reunió con Göering para apremiarlo: Hermann, hay que solucionar la cuestión judía, a lo cual el grasiento criminal y morfinómano le podría haber respondido: Claro, mi Führer, pero, ¿una solución? ¿Cómo?. Hitler: No te hagas el idiota: me refiero a una solución final, definitiva, para siempre... y no me vuelvas a hablar del tema hasta que sea resuelto. Allí se desató la cadena: de Göering a Heydrich, de Himmler a Eichmann, y de todos ellos a Treblinka, Sobibor y Auschwitz. No había orden escrita de matarlos, pero todo el mundo entendía que la solución final era esa: 6 millones de judíos asesina dos. Después, en los juicios, los generales y funcionarios se miraban asombrados: ¿Tú sabías? ¿Yo? No; nada; y los Eichmann, de hombros encogidos, apenas cumplían órdenes.En tu caso, no has escrito la orden de matar, pero la has dado; no ha aparecido el decreto de torturar, pero has ordenado hacerlo. Me imagino una reunión tuya con tu sicariato: ¡Hasta cuándo esta vaina en la calle!, mientras el Chapo Guzmán, Pablo Escobar, Bonnie y Clyde se miran de reojo y terminan posando sus miradas en el mariscal Víktor Kulikov que, hecho el Willie, responde asertivo: Usted lo que quiere es que pacifiquemos la calle porque usted lo que siempre ha querido es diálogo y paz. Fue en el momento...

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