La casa gana

Cuando nació Juan Villoro, en septiembre de 1956, yo estaba en Santa Margherita Ligure, en los finales de un verano muy confuso. Le envié una tarjeta postal a su padre, mi amigo Luis, para felicitarlo y augurarle que su hijo sería un teólogo protestante. Era una broma --en la que también había admiración y pánico ante ese destino--, una broma que ahora llevaría demasiado tiempo explicar. Obviamente me equivoqué. No creo que Calvino o Kari Barth sean las lecturas preferidas de Juan, salvo tal vez Calvino el itálico. Poco antes de sus 15 años comencé a notar algunos de los síntomas que prefiguran al escritor. No quiero de ningún modo decir que Juan fuese un letraherido, esa cursilería llorona con la que se describen ciertos españolitos coquetos, sansebastianes atormentados por un adjetivo esquivo o aves quejosas de la ingrata fama. Nada de eso, más bien pienso en ese gusto por oír una historia sin importarle que el tema fuera las endiabladas gambetas de Vicente de la Mata o los tormentos infantiles que me imponía aquella adorada niña rubia. Lo que causaba esa mirada fija y como perdida de Juan era la recreación posible de la realidad y el gusto por el ritmo narrativo, por difuso que éste fuera. Apenas unos años más tarde descubrí los signos definitivos, los que no dejan lugar a dudas: la ausencia de sentimentalismo y el interés por la técnica. Al escritor de raza --por adolescente que sea-le importa más saber cómo estaba vestida la anciana moribunda o qué quiso decir exactamente con esa última frase enigmática, que sumarse llanto --respetable, no lo discuto-de los inconsolables nietos. Lo que de verdad le preocupa es si conviene describirla, por ejemplo, con calificativos morales o sólo físicos como si estuviera frente a la ballena agónica. No me extrañó para nada, pues, que una tarde, caliente y dorada, me confesara que asistía a un taller literario. Me encomendé, sin decírselo, a todos los santos, pero por fortuna salió indemne. Y un día, hace más o menos 20 años, me regaló su primer libro, El maris cal de campo, que reunía tres cuentos, de los cuales se me quedó uno en la memoria: El verano y sus mosquitos, viaje de un muchacho mexicano a un camping en Vermont. Había humor, atención a los pequeños detalles significativos y también estaban allí la soledad y el desconcierto de esa edad difícil. Pero sobre todo encontré el convencimiento, siempre misterioso, de que la vida sólo es un pretexto para escribirla. Me quedó claro que vendrían más...

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