Chejov y las almendras

Las elecciones siempre suelen ser los domingos, días en que me toca aparecer en esta esquina de la página. No es fácil porque, en estas fechas, la regulación prohíbe que se publiquen artículos con la intención de promover alguna opción electoral, que estén expresamente a favor o en contra de alguno de los candidatos. Se estila, entonces, más bien, escribir piezas más o menos anodinas, todas muy parecidas entre sí, como si estuvieran redactadas por una única buena conciencia, que se dedican de manera machacona a invocar los valores de la democracia y a advertir a los lectores sobre la importancia, el valor y la dignidad del voto. Son crónicas francamente aburridas. Lees las primeras dos frases y ya adivinas hasta los signos de puntuación. Pero, todo hay que decirlo, también resulta raro llegar de pronto con un texto que no tenga nada que ver con el ánimo eléctrico que mueve este domingo. No puedes escribir sobre Chejov y las almendras, por ejemplo. No queda bien salir con un artículo sobre el cultivo de cangrejos en el sur de Alaska o sobre la inquietante vida sexual de las arañas. No. Es anticlimático. Es desubicado, poco coincidente con el tenso día que todos vamos a vivir hoy. Casi podría parecer que, en realidad, te has confundido de periódico. Que tus palabras han amanecido en un país equivocado. El primer recuerdo que ten go de unas elecciones me hace sentir, irremediablemente, viejo. Estamos en diciembre de 1968. Tengo 8 años y mi familia y yo venimos de pasar muchos meses damnificados, tras el terremoto de julio de 1967. Estoy con mis hermanos, esperando ansiosos el regreso a casa de mis padres. En aquel tiempo, se votaba con dos tarjetas, la grande para Presidente y la pequeña para el Parlamento, identificadas de manera más evidente por sus colores. Se votaba blanco, verde, morado... Mis padres nos habían prometido traer de vuelta el sobre con todas las tarjetas que no habían utilizado. De esa manera podríamos saber por cuál partido habían sufragado. Había, en aquellos instantes, algo de juego, de barajitas desordenadas sobre una mesa; pero también una rara emoción, la certeza de que el voto era algo de gente grande, algo que diferenciaba pero que también unía, otra manera de dibujar el mapa. Recuerdo esa primera vez y, sin embargo, no tengo memoria de las siguientes. Hasta que cumplí 18 años y por fin llegó el momento de votar. En esas primeras oportunidades, siempre...

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