El Chiringuito de Amílcar Rivero

En esta desgracia mundial en la que vivimos los venezolanos, he notado algo: casi to dos los días debo despedir a familiares y amigos quienes, sin querer marcharse, se van.Se despiden quedándose. El cuerpo se va y el alma queda flotando, revoloteando a nuestro lado.Los fines de semana, en ca sa de mi mamá, nunca faltan mi hijo Daniel, mi nieto Cristhian, mi cuñada Yobaira ni mis sobrinos Pablo, Patricia, Sumito y Puni con sus hijos.Allí están, sentados a la mesa, riendo, echando los cuentos de cuando éramos felices y no lo sabíamos. Mientras, la nueva generación de bebés gatea y corretea por el apartamento haciéndole travesuras a su bisabuela, la abuela de mi hijo, mi mamá.De pronto, en medio de esa fantasmal algarabía, nos damos cuenta de que hoy, en la mesa, solo estamos mis hermanos Raúl y Mario, mi mamá y yo. Los jóvenes se han ido. En casa, solo quedamos los viejos.Mi madre está triste. Ya no se preocupa de que los muchachitos, al correr por la casa, vayan a romper algo. Ya no se preocupa porque le manchen el mantel. Los objetos, fastidiados y llenos de polvo, duran meses como inútiles adminículos sin sentido. Los refrescos, a me dio destapar, hace tiempo que perdieron el gas dentro de la nevera. Los tequeños, despreciados, hibernan en el congelador. Cuando hago tortas, ya nadie lambucea.Raúl, mi hermano mayor, no le pregunta recetas a su hijo Sumito...

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