El Cinquecento

Comenzaba el verano, y Roma se mostraba radiante y luminosa.La vía del Corso pres tigiaba en las vitrinas artículos de marca con los nombres de sus famosos diseñadores. La plaza España se veía, como siempre, atestada de turistas sentados en las escalinatas.La columnata de Bernini acogía la incesante agitación de la piazza San Pietro, y las aguas del Tíber llevaban siglos pa sando bajo los puentes.Yo estaba sentado en un ca fé muy concurrido a la espera de mi sobrino, el musicólogo Alfredo Gerbes y de Lolita Weibezahn, su mujer, de visita en Roma desde Alemania y Austria. Mientras esperaba tomando un aperitivo veía pasar a la gente, en particular a las chicas sensuales y provocativas. Los cabellos sueltos, cuerpos delgados, bronceados por el sol; en sandalias, vistiendo minifaldas y blusas muy ligeras y transparentes.En el recuerdo me veo como los personajes que se mueven ociosos y desaprensivos en los Cuentos Romanos que Alber to Moravia escribió para gloria de la furberia, esa astu ta viveza propia de la Ciudad Eterna.La chica sueca con la que andaba tuvo, en Livorno, el tupé, la desfachatez, de darme el esquinazo por una venezolana de Táriba que se decía mi amiga del alma, y desde entonces sobrevivía en Roma ayudando al partido comunista a tramitar los documentos de los viejos camaradas venezolanos que recalaban en Roma con destino a Moscú para hospitalizarse y restablecer la salud castigada por años de cárceles y desilusiones. Pero al mismo tiempo, un cura de Guadalajara, conocido mío que recibía a mexicanos que iban de romeros a Jerusalén, me pidió que los atendiera.Yo los pastoreaba por el Foro Romano y el Coliseo, los animaba a que echaran monedas en la Fontana de Trevi y metieran la mano en la Bocca della Veritá, el célebre mascarón que ellos conocían por haber visto las Vacaciones Romanas de Audrey Hepburn, pero me abrumaban la cursilería y los lugares comunes que hilvanaban sus piadosas esposas frente a La Pietá del Vaticano y el Moisés de San Pietro in Víncoli. Ganaba...

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