La ciudad de la furia

L a pareja acaba de almorzar. Cheo recorre los canales de televisión con pereza.Alicia deambula por el cuarto en franela y ropa interior mientras busca un short.Una estampa sensual que él agradece. Es allí donde estaciona sus ojos. En las piernas de su esposa. De pronto, ella interrumpe un gesto: ¿No oíste como unas llaves?. Cheo desestima pero, maquinal, se asoma al pasillo. Sorpresa.Del cuarto de huéspedes emerge un desconocido. Desde la sala se aproximan otros dos hombres y una mujer. No son rostros, son pistolas. El mediodía del sábado acaba de perder su coherencia.Diez minutos después, Ali cia y Cheo están atados y acostados boca abajo en el suelo. Un hombre lo golpea. Una, dos, tres veces. Su espalda cruje. Le pregunta por la caja fuerte. Sería presuntuoso tenerla. No habría mucho que guardar allí. Cheo gana lo que promedia cualquier miembro de la clase media venezolana. Los delincuentes echan la casa abajo, rompen gavetas, arrojan al piso estantes, papeles, adornos. Como si odiaran. Consiguen algunos relojes, una porción de moneda extranjera de apenas cuatro cifras, algo de efectivo nacional, y ya. La mujer sustrae varios pares de zapatos y la ropa favorita de Alicia. Ella está en pánico. Sus ojos clavados en el parqué.Entonces escucha el trueno de una voz: ¡Si nos denuncian, venimos y los quebramos, incluido el perro, malditos!. Un perro que no existe. Es solo un énfasis, una cucharada extra de terror.Cuarenta minutos después se van. Silencio. Sollozos apagados. Cheo logra zafarse. Libera a su esposa. Ve un bulto humano en su cama: es el vecino, amordazado, impedido.Ya han pasado tres semanas y no logran vol ver a su casa. El miedo les grita en la mente día y noche. El sonido de unas llaves los persigue como un zumbido.Sector Acequia del Guarataro. 6:50 am.Domingo. Frederick Alexander duerme con su esposa. Su hija está en el otro cuarto. Tocan la puerta. Aún con la noche en el semblante, abre. Le propinan uno, cuatro, diez, quince, veintidós, treinta, treinta y ocho, cuarenta y siete, cincuenta disparos. Cinco hombres le dan la espalda a su propia masacre. Quizás aún no han desayunado. Frederick Alexander permanece ocho horas tendido en el lodo de su sangre hasta que llega la policía. Apenas tenía 22 años, dice la esposa. Cincuenta son demasiadas balas para una vida tan breve.Cuenta la leyenda que antes era me jor/ que se podía caminar y de vez en cuando/ mirar al cielo y respirar, dice una canción de Yordano llamada Vivir en...

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