Confidencias no imaginarias de Ramón J. Velásquez I

La primera lección de política venezolana que recibió Ramón J. Ve lásquez ocurrió cuando apenas despertaba al uso de razón. Era niño todavía, caminaba con una tía por una calle de San Cristóbal cuando ella, prudentemente, le pidió que cambiaran de acera.

No era aconsejable pasar frente a la casa del general Eustoquio Gómez, presidente del estado Táchira. Nada más discreto que alejarse, no pasar cerca de la mansión, bajar la mirada, apresurar el paso.

La postal de la escena, tan intrascendente y tan cándida, la tía y el sobrino cambiando de acera, era mucho más que eso. No sólo ellos se abstenían de acercarse a la residencia del temible personaje, prácticamente todo el mundo lo hacía; de modo que eso de cambiar de acera, bajar los ojos y no mirar hacia adentro ni husmear a través de los ventanales formaba como una guía del discernimiento que preservaba a los transeúntes de sospechas y problemas indeseables con la autoridad. Eran los tiempos del temor reverencial, del miedo y de los enigmas del poder.

No había manera de olvidar el episodio de la infancia, ni los que habrían de venir.

Años después pasa por Maracay, la ciudad sagrada del dictador, y llegando, lo primero que oyen los que vienen en el autobús es: ¡Paren!. ¡Paren!.

Pararon, y el chofer exclamó: Allá viene el hombre. No había otro en Venezuela que se llamara el hombre. Era el único, Juan Vicente Gómez, que daba las vueltas de costumbre por los paisajes de Aragua en su elegante automóvil negro para visitar sus vacas y sus toros, a los que llamaba por sus nombres.

Ambas historias retratan la Venezuela que vivió Ramón J. Velásquez en sus primeros 20 años de edad. Tiene 18 cuando se viene a Caracas en 1934 en compañía de Leonardo Ruiz Pineda. Tropiezan con el dictador invisible pero presente, y ven por primera vez el mar.

El viaje de San Cristóbal a Caracas había durado cinco días.

Faltaba sólo un año para que muriera el general Gómez y aquellos dos estudiantes respiraran otros aires. Desde en tonces, el mundo de la política y de las letras comenzará a abrir se para ambos, y ambos dejarán su sello indeleble.

Un episodio inolvidable pa ra los andinos es su pr ime ra visión del mar.

RJV lo re gistró así: Cuando lle gamos a El Palito, en el estado Carabobo, todos los pasajeros aplaudieron mucho. Yo no sa bía por qué. Una señora que ya había venido, me lo dijo: `¿No ve usted el mar??. Era la primera vez que yo veía el mar.

Estos relatos tomados de las primeras páginas de Un país, una...

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