Corrupción: de eso no se habla

Es como si de pronto desapareciera alguno de los elementos de la tabla periódica. No uno de esos llamados gases raros que evocan nombres de protagonistas de cuento soviético de ciencia ficción, sino algún material de esos de todos los días: cobre o magnesio o hierro. Resulta que el tema primordial de aquella campaña de 1998, la vía real hacia la presidencia, la gran metonimia de la honda crisis que nos aquejaba, desapareció de la conciencia nacional. Algo, en efecto, cambió. Y no fueron las prácticas porque nadie se atreve a negar que los últimos casi catorce años han sido los de la apoteosis de eso mismo cuya denuncia, en su momento, sirvió para apacentar a las masas y convocar los decisivos apoyos de las élites que se tradujeron en la victoria electoral. Las fortunas acumuladas en estos años sin otra explicación que la fidelidad son elocuentes. Más que elocuentes: son objeto de exhibición, como trofeo legítimo del cazador que no se contenta con matar sino que inmortaliza su habilidad en la mirada artificial del animal taxidermizado. Mi pregunta es cómo pudo operarse una transvaloración tan brutal. De la percepción de que los males del país se resumían en la sola palabra corrupción, a tolerarla o celebrarla como forma legítima de ascenso social y justa compensación por el desvelo revolucionario. El precio justo, en efecto, que ha de pagarse por recibir la gotica de petróleo y las promesas magníficas. La corrupción no sería entonces una enfermedad política, un vicio deleznable, sino un asunto que se percibe contra el fondo de la escasez y que se desdramatiza en tiempos de vacas gordas, cuando todos nos volve mos ladrones y pícaros. Y confieso que lo que evocó to do esto es la lectura del libro de Leslie C. Gates, que podría traducirse como Eligiendo a Chávez: los negocios de la política...

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