Por decreto

Veo con sorpresa que en nuestro medio ha causado gran diversión, grandes riso tadas y cogidas de cabeza la reciente iniciativa del siempre docto, el siempre ecuánime y ponderado presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, quien hace poco decidió crear el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo, o algo así. En mayúsculas, claro, como corresponde a todo benefactor de la humanidad. La Humanidad.Y digo que me sorprenden tantas burlas y tantos chistes, tantas bocas abiertas, porque en esta ocasión no sé en las demás, pero en esta sin duda, Maduro no hace más que sublimar una actitud típica de nuestra época, en la que incurren con orgullo y dogmatismo más personas que las que uno pensaría, incluidas muchas, muchísimas, que se creen sensatas y que acaso se rían del presidente de Venezuela por considerarlo un dictador y un déspota, un desatentado tiranuelo de los trópicos.Se trata de la vieja y nefasta tradición de imponer las cosas por decreto, sobre todo aquellas que resultan más absurdas e inasibles, o más complejas y relativas, o más difíciles e indefinibles y caprichosas.La felicidad, por ejemplo. O la vida eterna. O la belleza o la verdad o la riqueza: cosas que todo el mundo querría tener, cómo no, pero que son tan personales y tan delicadas que ningún Estado ni nadie las puede volver obligatorias, porque entonces ha empezado la peor de las tiranías: la de las buenas intenciones.La historia está llena de ejemplos así, como cuando los reyes españoles, entre los siglos XVI y XIX, escribían desde Valladolid o desde Madrid sus leyes y sus ordenanzas.Con ellas querían gobernar su enorme imperio en el que nunca se puso el sol; tampoco la sombra, pero en muchos casos eran tan perfectas esas leyes, tan imposibles de cumplir, tan delirantes, que la vida de sus súbditos solo podía ocurrir por fuera de ellas: en la realidad, en el mundo y sus errores. Se obedece pero no se cumple.El año pasado, en el pueblo italiano claro de Falciano del Massico, su alcalde, el...

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