Como dos gotas de agua

Venezuela vive tiempos turbulentos. El trajín del día a día lleva a sus ciudadanos a enfrascarse en medio de una dinámica en la que poco a poco se va perdiendo el sentido de lo humano, degenerando en algunas expresiones pobres del ser. En medio de ese marasmo, es normal que germine la semilla de la violencia. El fútbol venezolano no está ajeno a esta realidad; tal vez por aquello de que el deporte es el reflejo fiel del contexto social en el que se desarrolla, de acuerdo con expresado por el sociólogo francés Jean Marie Brhom en La sociología política del deporte 1982. Particularmente durante este Apertura han aflorado los colores más oscuros de la problemática organizativa del balompié nacional. Se habló de impagos, de canchas en pésimo estado y de la indolencia de la Federación Venezolana de Fútbol, que vive asida a la burbuja genial del universo paralelo de la selección nacional, y se pone de espaldas a la realidad de El Vigía, que llevaba cuatro meses sin cobrar, por sólo hablar de un ejemplo. Y en medio de todo aquello, se propaga el germen de la violencia. Se oye de riñas entre barras de un mismo equipo por el control territorial de un sector de un estadio, al más puro estilo argentino; se reseñó ampliamente la intolerante invasión de los seguidores de otro equipo, que decidieron impedir la disputa de un partido porque la camiseta de su preferencia no era como la original sino rosada; pero pocos se imaginaron que las expresiones violentas de este deporte tendrían acogida entre quienes, indolentemente bien vale la reiteración del caso llevan las riendas del juego. Si un jugador agrede a otro en la cancha es sancionado con una tarjeta roja y se puede perder hasta varios partidos...

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