Edmond Jabès, en el centenario de su nacimiento

Harry Almela Nacido en El Cairo (abril 16, 1912) en el seno de una familia judía proveniente de Italia, Edmond Jabès tuvo una rigurosa formación en lengua francesa. Viaja a París en 1930 y, aunque nunca fue miembro del grupo, se relaciona con los surrealistas en pleno y gozoso apogeo, entre ellos con Max Jacob. En 1957, con la expulsión de los judíos estimulada por la revolución de Gammal Andel Nasser, se radica definitivamente en París y adopta la nacionalidad francesa en 1967. Allí fallece el 2 de enero de 1991. Sus primeros libros, reeditados por Gallimard (1959) bajo el título Je bâtis ma demeure. Poèmes 1943-1957 (Construyo mi morada, en su edición castellana en El Umbral. La Arena, 2005), acusan la intensa presencia del surrealismo, esa dicción romántica y postrera contra la racionalidad moderna. Nada extraño para un poeta que vivió parte de su vida en los márgenes de la cultura francesa. Pero hacer una obra en esa lengua en El Cairo es algo muy distinto a intentarlo en la metrópoli. Escribir sobre su experiencia cotidiana desde la periferia, en el idioma del centro cultural, es un acto que no supone ningún albur. El verdadero riesgo de Jabès, que le esperaba ansioso en París, consistía en transcribir a su ideolecto la experiencia de sus márgenes geográficos y culturales. El año de su arribo a la gran ciudad, inicia la puesta en duda de lo que ha sido su quehacer poético. Allí asume su condición de judío exiliado y retoma los grandes temas de su tradición: el desierto, la palabra, el libro. Tal viraje debió haber sido toda una odisea. Pasar de la imagen, tan cara al surrealismo, a la escucha, resultó de seguro un doloroso proceso. Pero era necesario. La imagen no es precisamente un bien en la tradición judía. La escucha, sí. Es en el desierto donde Yavhé entrega Canaán a Abraham. Es en el desierto donde el pueblo de Israel deambula cuarenta años hasta la toma de Jericó. Es en el desierto donde se funda la nueva nación de los judíos al final del Primer Exilio. Sinónimo de infinito, del infinito camino de retorno a ninguna parte, el desierto lo es porque al final no hay paraíso, sólo desierto. Horizontes y médanos de arena, es frontera que contiene, metáfora misma de la vida. En ese espacio transcurre la historia de su pueblo, historia que no es mito, si no pertinaz realidad que busca empecinada su correlato en el presente. Es en la arena perpetua donde el peregrino debe escuchar la posible presencia de lo otro, tangible e intangible...

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