Emociones

La política se malogra cuando se hace sólo con la cabeza. Y no porque no seamos racionales o porque hacer política apelando a emociones sea más eficaz, sino porque estamos hechos genéticamente hechos de tal manera que razón y emoción no son disociables. Nadie decide votar por tal o cual candidato tras haber estudiado detenidamente su programa de gobierno y quedar convencido de la bondad del mismo, de modo parecido a como nadie decide enamorarse de una determinada persona tras ponderar sus virtudes y defectos. O no sólo ni siempre, que también hay eso que los franceses llaman matrimonio de razón. En todo caso, hay estudios que demuestran, en el caso de la elección de un político, que otras muchas razones entran en juego aunque en realidad, como aquellas del corazón de las que Pascal decía que la razón no las entiende, se trate de emociones más o menos racionalizadas, desde si me inspiran confianza la cara y los gestos del candidato, hasta si pertenece al mismo grupo social que el mío y puedo suponer que me favorecerá o al partido por el que votan mis familiares o amigos.Este es uno de los asuntos que aborda David Brooks, el analista cultural más brillante de Estados Unidos, en su más reciente libro, El animal social, que he leído apenas ahora, dos años después de su publicación. Pero con las lecturas postergadas a veces sucede que, cuando llegamos a ellas, resuenan de manera especial con lo que sea que estemos viviendo en ese momento. Mientras leía a Brooks no sabía quién gana ría las próximas elecciones en Venezuela, como tampoco lo sé ahora mismo, cuando escribo estas líneas a escasos cuatro días del 14 de abril. Sigo pensando que, por desgracia, es más...

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