En la epidermis

Difícil precisar hacia dónde apuntaba Pedro Almodóvar cuando después de una década de estar coqueteando con la novela Tarántula, del francés Thierry Jonquet, decidió llevarla al cine bajo sus propias e irrenunciables condiciones artísticas. En La piel que habito, el realizador manchego sigue siendo fiel al substrato melodramático que caracteriza toda su obra, a su decidido espíritu trasgresor, a sus permanentes reflexiones acerca de la maternidad y el matriarcado y a su interés por retratar las pasiones humanas cercanas a la psicopatía y la sociopatía. No obstante, en su décimo noveno largometraje, Almodóvar se aventura con géneros como el terror de resonancias psicológicas y la ciencia ficción especulativa, para dar forma a la historia de un cirujano plástico que, contraviniendo la bioética, se enfrasca en crear una piel que sea resistente al fuego. Ello, producto de que su esposa se suicidó cuando vio el reflejo de su rostro desfigurado por causa de un accidente automovilístico. El especialista se llama Robert Ledgard y lo encarna un Antonio Banderas al que Hollywood parece haberle robado el apasionamiento, la frescura y el cinismo con que actuó en las primeras cintas de Almodóvar: Labe rinto de pasiones 1982, Ma tador 1986, La ley del deseo 1987 y ¡Átame! 1990. Pero hay un elemento más que el cineasta español agrega a la ya compleja personalidad del protagonista de La piel que habito: su obsesión por vengarse del responsable de la muerte de su hija. Un joven que la mirada esteticista de Almodóvar transforma en una especie de Prometeo encadenado al que terminará castigando Ledgard, creyéndose el dios de la transgénesis aplicada a los seres humanos. Como es de esperarse, aquí subyacen algunas de las constantes del cine de Almodóvar: la insignificancia de la ética frente a la fuerza irracional de los deseos, las...

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