Espejos

Son casi las 6:00 de la tarde y el sol se aplasta contra los ventanales del salón 206 de la escuela de Letras de la Universidad Central. Isis, una de las alumnas del taller, lee una crónica que ha escrito, en la cual incorpora algunas expresiones que usa actualmente la gente de su edad. En algún momento, un personaje dice: Te tengo un beta. Varios de sus compañeros de clase sonríen. Yo no entiendo. Pienso que no sólo me pierdo un significado sino también una complicidad. Después de discutir el texto entre todos, me arriesgo y pregunto qué es un beta, qué quiere decir esa expresión. La interrogante es casi un calendario. Un beta es un chisme, dice uno. Un beta puede ser cualquier cosa, dice otro. Beta es como vaina, añade una alumna, casi en plan pedagógico, mirándome con cierta paciencia. ¿En verdad usted jamás había oído esa palabra?. De pronto, me siento como un esquimal al que acaban de soltar en Boca de Uchire. La edad también te puede convertir en extranjero. Cuando yo era un muchacho juré que cuando fuera mayor no cuestionaría tan fácilmente la música que escuchaban los jóvenes. Me parecía injusta e idiota la manera en que los adultos criticaban y descalificaban la música que escuchábamos nosotros. Hasta que llegó el reguetón y el perreo. Entonces, me sentí senil. Febrilmente senil: ¿a eso lo llaman música? ¿Quién dijo que esa porquería que está sonando puede ser música? Detalles así suelen ser más brutales y directos que un espejo. Te retratan. Tal vez, gracias a la frecuencia diaria, terminamos acostumbrándonos a la imagen que se refleja cada mañana en ese vidrio que nos recibe, medio dormidos, con el cepillo de dientes en la mano. Los cambios que vemos nos resultan menores, forman parte de una continuidad que no parece variar demasiado. Siempre somos más o menos los mismos, un poco más o un poco menos torcidos y averiados, pero sin daños drásticos a la vista. La rutina nos protege. Mi amigo Rafael va en su carro, buscando un lugar para aparcarse en el estacionamiento de un hospital. Habla con un vigilante, tratando de encontrar un sitio vacío. El empleado lo observa y señala hacia otro espacio: Los puestos para la tercera edad están allá arriba, algo así le dice. Rafael, que no llega ni siquiera a los 65, no sabe si insultar al vigilante o correr de inmediato a hacerse un examen de sangre. Las miradas de los otros no andan con...

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