Gabo en tierra de cachacos

¿Dónde nos conocimos? En un café, hace muchísimo tiempo, cuando Bogotá era todavía una ciudad de mañanas heladas, de tranvías lentos, de campanas profundas, de carrozas funerarias tiradas por caballos percherones y conducidas por cocheros de librea y sombreros de copa.Él debía de tener unos 20 años de edad y yo, 16.Fue un encuentro rápido y acciden tal que no dejaba prever amistad alguna entre dos tipos tan distintos: un muchacho tímido, de lentes, criado por tías vestidas siempre de negro, en casas siempre glaciales, bajo cielos que a toda hora contenían una amenaza de lluvia, y un costeño que había crecido, vivido y pecado en el aire ardiente de las ciénagas y de las plantaciones de banano, a más de 30 grados a la sombra, oyendo el clamor de las chicharras en los duros mediodías, los grillos insomnes de la noche.Aquel café, como todos los de enton ces en Bogotá, es un antro sombrío, envenenado por olores rancios y el humo de cigarrillos, lleno de estudiantes y empleados que pasan horas sentados a la misma mesa.Estoy con un amigo, Luis Villar Bor da, estudiante de primer año de Derecho, cuando alguien lo saluda estrepitosamente desde lejos.Ajá, doctor Villar Borda, ¿cómo es tá usted? Y en seguida, abriéndose paso en tre las mesas atestadas, vibrando sobre el funerario enjambre de trajes y sombreros oscuros, nos sorprende el relámpago de un traje tropical, color crema, ancho de hombros y ajustado en las caderas, traje increíble que habría requerido un fondo de palmeras y quizás un par de maracas en las manos de quien lo lleva con tanto desenfado, un muchacho fl aco, alegre, rápido como un pelotero de béisbol o un cantante de rumbas.Sin pedirle permiso a nadie, el recién llegado toma asiento en nuestra mesa.Su aspecto es descuidado. Tiene una camisa de cuello mugriento, una tez palúdica, un bigote inspirado y lineal.El traje de cantante de rumbas parece flotarle sobre los huesos.Costeño, pienso. Uno de los tantos estudiantes que vienen de la costa Caribe, cuya vida discurre en pensiones, cantinas y casas de empeño.Villar me presenta.Lanzando las palabras con un ímpe tu vigoroso, como si fueran pelotas de béisbol, el tipo me sorprende con un inesperado: Ajá, doctor Mendoza, ¿cómo van esas prosas líricas? Yo me siento enrojecer hasta la raíz del pelo. Las prosas líricas de que habla, escritas sigilosamente como se escriben los sonetos de amor del bachillerato, han sido publicadas con reprobable ligereza por mi padre en Sábado, un semanario de...

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