García de Quevedo, proscrito y revivido

Habitan la historia de la literatura grandes autores que en su tiempo tuvieron mediana o tímida figuración y que, por añadidura, la cruel posteridad tampoco les ofreció el renombre que merecieron. Doblemente olvidados, son sólo asunto de historiadores eruditos y de cultores de la investigación sobre nuestro arte verbal del siglo XIX. Recordarlos hoy, simplemente, tiene la entidad de un reconocimiento. Sin duda, enorme, cuando el recuerdo viene respaldado por un estudio que lo reaviva una resurrección ante la mirada descreída y petulante de los lectores del presente, ganados casi siempre, a la novedad pasajera y al escrito sencillón que llenará algunas horas muertas de sus vidas secuestradas por la cosa global. Es éste el caso de José Heriberto García de Quevedo, poeta nacido en Coro en 1819, de padres españoles y realistas que al poco tiempo regresarán a su patria, cuando la guerra de Independencia se desborde. De familia noble y de abolengo literario singular su ascendencia parentelar lo liga a Quevedo, el Francisco, hará carrera pública y de escritor en la España posnapoleónica y bajo el reinado de Isabel II. En 1857 ejercerá de cónsul general de España en Caracas y la oportunidad será capitalizada y capital para que resurja su amor venezolano y se active el gusto por la tierra perdida para él en hora fatal cantará a la city caraqueña y a su montaña mágica en una de sus realizaciones más perdurables, diciendo, como un adelantado Pérez Bonalde: En la falda de un monte que engalana,/ feraz verdura de perpetuo abril,/ tendida está cual virgen musulmana,/ Caracas, la gentil. Regresará con éxito para culminar sus trayectos de escritura de teatro, poesía...

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