El grito de Isadora

Si bien Isadora Duncan es reconocida como una bailarina libre e impetuosa, antes que una coreógrafa en sentido estricto del término, el influjo de su obra en la configuración de una renovada visión de lo emocional y corporal en la danza escénica en Occidente la hace una creadora paradigmática. Buscó en la naturaleza su impulso fundamental y en la Grecia clásica los valores estéticos de un elevado humanismo. Emulaba con sus movimientos el agua y el viento, así como la imaginaria de las civilizaciones antiguas. Pero Isadora también fue un ser crítico e idealista. Cuestionaba lo férreamente establecido, promulgaba la autonomía de pensamiento, pregonaba el libre albedrío y militaba en la causa feminista. Creía fervientemente en la intuición, en el arte y en su poderosa capacidad transformadora de lo individual y lo social. Se sentía perteneciente al mundo, mucho más amplio y flexible que su natal San Francisco. Estas posturas la llevaron hacia el compromiso político, dejándose seducir por los ideales de la Revolución Rusa que a principios del siglo XX se gestaba. Allí se establecería una nueva sociedad, en la cual podría educar masivamente a los niños dentro de sus visiones de un movimiento verdadero. Puso su empeño en ese objetivo, aunque con el tiempo se desilusionaría. La Isadora combativa creó obras de subyacente espíritu contestatario. Son las llamadas danzas rojas, a través de las cuales promovería, dentro de su particular sensibilidad, los postulados revolucionarios que tomaban fuerza. El futuro amor no será mi familia, sino toda la humanidad; no mis hijos, sino todos los niños; no mi país, sino todos los pueblos, se...

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