Los habituados

El terremoto chavista sigue sacudiendo las vidas, el trabajo y hasta la esperanza de los venezolanos. Nadie se salva de la vorágine de esta espiral infernal que ha desatado Hugo Chávez. No queda hueso sano que pueda decir esto no es conmigo. El país se cae literalmente a pedazos. Todo parece atado a un destino in evitable, del cual es necesario escapar. En todas las actividades co tidianas del quehacer nacional impera la ley de la selva. La ley impuesta por el mandamás de Miraflores. El escapismo de la sociedad hace que, por momentos, vivamos en mundos paralelos, estancos, como si el otro no existiera. El tribunal de la opinión pú blica no existe. Está de vacaciones. Y, ahora, con más razón en Navidad. Días de fiesta. De reencuentro familiar. De renovar lazos de afecto y amistad. Para luego despertar en enero con la misma e interminable pesadilla: un señor empeñado en una revolución particular que cree que Venezuela es su hacienda y, por tal motivo, al igual que en tiempos de la colonia, sus moradores deben, sin discusión, aceptar su particular forma de ver el mundo. El mundo en una dimensión ¡y punto! Al final, todo se reduce a una rutina en la que la gente unos más, otros menos acaba acomodándose, o sea, existe una especie de complicidad que puede llevar al riesgo de sufrir el síndrome de Estocolmo. Eso es casi, casi, lo que falta por ocurrir. Se estatiza el patrimonio y se socializan los fracasos y los atropellos. Se condena a un pueblo entero a la desmoralización, al atraso, al despotismo enlazado con un militarismo aberrante, al trabajo sin remuneración digna, a malvivir en el peor de los mundos posibles. Venezuela va camino a la miseria y al abandono de cualquier futuro de progreso y bienestar, como en la Cuba de los hermanos Castro. ¿Por qué digo lo que digo? Hagamos un repaso rasante de los hechos cotidianos ocurridos en la última semana, distintos del costoso circo de...

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