Cómo hacer cosas sin palabras

Algún rincón del país está ahora mismo agitado por una protesta. Toda una microfí sica del poder se escenifica cada día, con un mismo guión mudo: conseguir la atención del jerarca, del burócrata, del comisario político. Un guión mudo, dije, pero que desempeña el rol que en cualquier sociedad democrática ocupa el diálogo. Son las acciones de microviolencia de todos los días las que componen esa coreografía lamentable. Una violencia de mínima intensidad que a la vez corea a la otra violencia, la grande, la sangrienta y anónima de todos los días. Y también, vaciada de capacidad de interpelación a ese funcionario o institución que no da respuestas, es una violencia contra el ciudadano común. Horas de tráfico infernal, citas perdidas, planes deshechos, agresión al que también está padeciendo el sadismo institucional. A eso llama el régimen empo deramiento: no a la autonomía política, sino a su contrario: a la conversión en súbdito mendicante de todos los que debieran estar recibiendo un servicio público. Aunque ya no hay de hecho servicios públicos en el país. Lo que hay es limosnas que dependen de un cálculo político. La visibilización que el régimen se ufana de haber proporcionado a unas mayorías silenciosas consiste más bien en convertirlas en ruidosas pero quitándoles toda palabra. Hay que trancar una calle, hay que encadenarse a una oficina pública, hay que tirarse al andén del Metro. Hay que despertar el fantasma de la insurrección, esa Némesis. Esa es la gramática del poder hoy. ¿Se negocia así? ¿Qué tan efec tivo resulta el idioma de la microviolencia? No lo sé. Intuyo que muy poco. A través de la experiencia acumulada durante los años de las grandes protestas el Gobierno terminó por desarrollar una costra de inmunidad a las demandas populares: sólo resultan ser tal cosa aquellas diseñadas desde el escritorio del...

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