Hijos de Gené

Supe de la muerte de Juan Carlos Gené por un mensaje de texto de Héctor Manrique y en mi cabeza se formó de inmediato una frase de Martí: Llorarlo fuera poco. Pasará mucho tiempo antes de que la cofradía de mujeres y hombres del teatro venezolano que hallaron en su magisterio las claves del oficio deje de evocar Âcon asombro y gratitud el modo en que Gené cambió la vida de cada uno de nosotros. La expresión cambiar la vida es la única que hoy acude a mí para ayudarme a nombrar el inabarcable legado de Gené. Arrojado al exilio por la más feroz y sanguinaria dictadura militar del continente en cualquier época, Gené llegó a nuestro país a fines de los años setenta. Hablo aquí de un tiempo en el que, sin conceder nada a las magnificaciones de la nostalgia, puede decirse que Caracas vivía un momento dorado. Fue precisamente en aquel tiempo cuando en nuestra ciudad acabaron de asentarse un público y una comunidad de talentos genuinamente teatrales. Una constelación de rudas circunstancias hizo de Caracas ni más ni menos que la estación de llegada del talento fugitivo de las bárbaras tiranías militares que abrumaban a Argentina, Chile y Uruguay. El aporte de Gené a esa edad de oro se condensó en la enseñanza del más misterioso de los oficios. Me detengo a recordar que Gené aborrecía la palabra teatrero. Consideraba despectiva esa voz, puesta a circular entre nosotros por algún miserable plumífero, porque, según pensaba él, ella oscurece lo que de noble y de arcano tiene el oficio de actor. Dramaturgo y director teatral de talla, Gené nunca se consideró otra cosa que actor y, por natural derivación de su talante, maestro de actores. Por desgracia, no soy actor, pero he tenido la dicha de andar trechos de mi vida revuelto con hombres y mujeres del teatro venezolano. Todos esos admirados amigos, sin excepción, reconocen en Gené al maestro que supo dar forma a sus vocaciones muy temprano en sus vidas. Dicho de otro modo, los ayudó a honrar sus talentos y a encaminar brillantes carreras teatrales que, de no haber sido por Gené, bien pudieron haberse disipado en incuria o, peor aún, encallado irremisiblemente en el desaliento. Me cuesta imaginar un empeño más generoso. Sus talleres son legendarios en la memoria...

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