La irracionalidad del hombre

Sin adentrarnos en las profundidades de la ausencia de sentido de nuestra propia existen cia ni en el misterio del verso que afirma que de la noche venimos y hacia la noche vamos, conviene otear un poco el horizonte para escrutar, hasta donde nos sea posible, ese terreno abrupto lleno de absurdidad en el que nos movemos cándidamente, como si fuéramos inmortales. El afán desmesurado del hombre por llenar su vida de cosas, objetos y elementos que pomposamente denomina bienes ocupa una porción importantísima del tiempo que, como la piel de zapa de Balzac, se le va encogiendo a cada minuto que transcurre. No sabe que los días de su calendario se parecen a esas hojas maduras que el viento otoñal despega con un movimiento apenas perceptible. La pútrida materia con que estamos hechos condujo a autores como Gallegos, Ciorán, Track, Sartre, Camus, Pascal, Heidegger y Soren Kierkegaard, a dibujarnos como un amasijo del absurdo. Este peligroso espécimen de la escala zoológica, que sin vergüenza alguna pregona a los cuatro vientos que está hecho a imagen y semejanza del Mártir del Gólgota, es el único animal que planifica matanzas masivas bajo la modalidad de las guerras. Hasta las hienas permiten a animales más pequeños que se alimenten con los despojos, una vez que han saciado su apetito de bestias feroces; pero el hombre contempla, impávido, la mortandad causada por el hambre que tortura a millones de niños. Hoy veo aterrado en El Universal una foto donde aparece una madre cerrando los ojos a su hijo de 2 años de edad muerto por desnutrición, en medio de la tragedia de Somalia. Derrumbados los valores y carentes de principios nos movemos en este planeta inmenso como si fuéramos sombras vacilantes, aterrados por la certeza de nuestra finitud. Y a nuestro paso, encima de nuestras pequeñas huellas, van quedando depositadas las lágrimas que hicimos brotar, formando un barro al cual nos integraremos inevitablemente. Lejos, cada vez más lejos, es tá la posibilidad de redención. Junto a la destrucción de la naturaleza camina, a paso indetenible, nuestra propia hecatombe. Nadie, o casi nadie, comparte la...

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