Mi infancia está regada de moras

Amano izquierda, a unos 2 kilómetros de la salida de Mérida, vía al páramo, está la entrada a El Vallecito. La carretera rural serpentea en pendiente por otros 7 kilómetros más y termina de bruces en la iglesia de Las Mercedes, 600 metros más arriba de la capital, convirtiéndose en un mirador privilegiado del valle de La Culata. Cuando mi padre comenzó a subir, hace 40 años, lo hacía en moto porque se trataba de un camino de tierra lo suficientemente escabroso como para poner a pensar a automovilistas duchos. Justo donde se termina la carretera hay una casa en donde vivían dos hermanas, las María, que prácticamente nunca salían de la montaña y que pasaban el día alimentando su cocina de leña, ordeñando, sembrando flores que vendían, haciendo jabón de tierra y arepas peladas con la ceniza de la cocina, dejando caer cebo de res en hilos colgados para hacer velas cónicas y moliendo café en una moledora manual. Tanto amaba mi padre ese lugar que compró un pedacito de tierra y se dijo el clásico algún día viviré aquí. Con el tiempo ensancharon la carretera y mi padre comenzó a llevarnos casi todos los fines de semana. Para entonces yo tendría como 10 años y mi padre era casi una década más joven de lo que soy yo ahora. Las hermanas María pasaron a ser mis abuelas María y El Vallecito se fue convirtiendo en nuestra casa, aun antes de serlo. El camino hasta la iglesia tenía un cercado natural de moras. Son eran unas moras muy chiquitas de un sabor indescriptible asociado a mi niñez. Esos 7 kilómetros de subida eran eternos, porque mi padre tenía que pararse cada 20 metros a recogernos moras del camino; y así, entre mora y mora, nos llegó la adolescencia. Cuando yo tenía 16 años mi padre comenzó la construcción de la casa, la misma que es nuestro hogar desde hace 30 años, y asfaltaron la carretera; a medida que se urbanizaba, las moras fueron desapareciendo, se pusieron de moda las fresas-mora gigantes y rendidoras y los cínaros siguieron dando guayabitas, aunque menos. Desde mi casa, luego de una caminata empinada que toma entre 3 y 5 horas, dependiendo de quién la camina y el peso en la espalda, se llega al páramo de El Escorial. En diciembre subí con mis hijos para cumplir con los códigos de los rituales que sólo pueden construirse desde la nostalgia. En el camino nos topamos con matas de mora silvestre que parecían esconderse asustadas entre...

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