En el infierno nos veríamos

Nunca pude soportar a los soplones, desde la infancia. Siempre los desprecié y me prohibí ser amigo de alguno de ellos, y creo que ese sentimiento era compartido por la mayoría de los niños. No sé cómo, pero se aprendía en seguida que uno no debía delatar, que eso era lo más bajo y ruin. Ni siquiera cuando era uno el perjudicado por la actitud o matonería de otro u otros. La ley no escrita de los chicos dictaba que uno tenía que arreglárselas por su cuenta. Le tocaba a uno hacerse respetar. De ese modo aprendía uno pronto las lecciones de la vida: cuándo hay que valerse de la astucia, cuándo de la fuerza, cuándo del compromiso, cuándo conviene hacer las paces y cuándo no hay paces que valgan. Si cada vez que uno tenía un problema acudía a las autoridades, era posible que le quitaran el problema de encima, pero no se fogueaba ni aprendía nada del arte de la supervivencia. Pero, en fin, ser soplón podía perdonarse Âa duras penas cuando uno se veía en una situación desesperada y había agotado sin éxito todos los recursos propios. Lo que era imperdonable era delatar la travesura o la falta de un compañero que en modo alguno nos dañaba ni afectaba. Era inconcebible que, cuando una profesora preguntaba: ¿Quién escribió esta impertinencia en la pizarra?, alguien alzara la mano y dijera: Fue Vidal. Y aún más repugnante resultaba que, sin que ningún profesor preguntara nada, alguien acusara espontáneamente: Vidal escribió tal barbaridad en la pizarra. No sé cuánto de este viejo código infantil se conserva hoy en los colegios, pero me temo que muy poco. Hay que dejar un margen para que la gente se salte las reglas, más aún en una época en la que todo está cada vez más regulado y las libertades más menguadas, y en que se consideran delitos o infracciones casi todas las cosas. Ese margen solía darlo que no hubiera ningún policía alrededor, que a uno no lo viera quien no debía verlo, y en cambio se contaba con la complicidad, la comprensión o por lo menos la indiferencia de...

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