Leo Matiz: Dibujos de la infancia

M íralo ahí, al niño Leonardo, con diez años de edad y los ojos clavados en la dulce niñita que parece dormida entre mazos de flores. Leonardo tiene la mirada tan afiebrada de fijeza, como abejas chupando en lo triste, que las mujeres de la familia y demás rezanderas no rechazan todavía lo que está haciendo con ese bendito cuaderno y ese lápiz amarillo con marca de dientes y borrador gastado.El niño de Eva y de Julio es un mu chachito tan extraño que quienes se asoman por detrás encadenan el murmullo de que está haciendo un dibujo de la niña inmóvil. Nadie se atreve a interrumpirlo para decirle que ya van a comenzar el rosario y los cantos. Es que el cuaderno suena, el lápiz lo raspa. Y el niño Leo se ha concentrado tanto, que a pesar de lo apretados que están todos en la habitación, solo existen él y la frágil difunta flotando para siempre en aquel calor que evapora el espíritu de las flores y lo revuelve con el humo del tabaco y las velas de sebo.Míralo ahora en el río. Se detuvo un rato bajo una palma y luego siguió hasta las raíces del manglar que aloja siempre sus pensares. Nadie puede saber lo que hacía mirando y retocando su dibujo apaciguado por el fresco rumor del agua. Pero es muy probable que se desesperara un poco tratando de entender por qué el papel no había recogido lo que sus ojos y sus sentimientos habían estado descifrando.En Aracataca, cuando fallecía un angelito, la mala nueva ponía a prueba los corazones entrelazados de la comunidad. Lamentaban que se había ido un gesto, un caminar, un son reír, una malcriadez, un brillo en los ojos de la madre, del padre, de la abuela. Era el retrato de Lucía, tenía la boca de Ismael, se lamentaban. Y cuando Ismael y Lucía pasaban a la desconocida vida de la muerte era como si subieran a un tren o a un barco para encontrarse con quienes habían partido anteriormente. Y era...

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