Leonardo

Está expuesta en una sala de la Morgan Library, junto a otras obras de la mano de Leonardo, el mínimo retrato de una joven que Keneth Clark llamó un día el más bello dibujo en el mundo. Pocas líneas, dos ojos cristalinos, fijos, y un mechón de pelo que es literalmente un arabesco. Esta joven vino luego a ser un ángel, a la derecha de la célebre Vírgen de las Ro cas, quien señala, aún mirán donos, a Cristo como diciendo que aquel es el que viene después, pero ya era.El retrato se expone, entre otros, junto al Códice del vuelo de los pájaros, abierto en una página emocionante de notaciones con pequeños pájaros que aletean en los márgenes. Hay también un estudio de hombre barbado, quizás el maligno César Borgia, un dibujo de libélulas y estudios de caballos, escorzos musculares y otras hipótesis visuales. En los trazos de Leonardo puede leerse su mano zurda, las líneas paralelas que van del borde superior izquierdo al inferior derecho, como en el rostro de esta joven ángel que nos deja, de tanto mirarnos, sin voz y sin nombre.Muchas veces me he pregun tado, con escepticismo: ¿qué es lo que diferencia a una obra de arte de otra cosa ordinaria o habitual? O mejor: ¿cuál es la diferencia que aporta aquella evidencia carnal de presencia que hace resonar incluso a las más etéreas e ideales obras de arte? Algunos dirán que lo que vemos en estos dibujos de Leonardo es algo que ya hemos aprendido antes de verlos: que no los vemos a ellos tanto como vemos en ellos la sonora voz de la cultura o la sentencia institucional que los proclama.Puede ser. Pero hay algo que congela, amedusante, en la mi rada de este ojo estrábico que nos ataja detrás de su arabesco de cabello. La monumental certeza que yace en esta pequeña hoja de papel parece hablar de algo que apenas cabe en las palabras ya gastadas...

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